martes, 30 de diciembre de 2014

Un Viaje Eterno

         



         A pesar de que era una sola vez al año, el viaje le pesaba casi en todos los días del calendario. Era un viaje eterno. Solitario. Silencioso.
            Acomodó el saco en el asiento vacío del acompañante. Siempre vacío.
La mano derecha comenzaba a temblarle semanas antes de partir. Síntomas de un cansancio que se acumulaba en montañas de días, minutos como rocas desprendiéndose de la cúspide de su vida.
            Desmoronándose.
Tomó la botella de whisky con la mano izquierda y desenroscó la tapa con torpeza, el sonido rasposo y metálico le hizo piedra las glándulas salivales, como cuando los empleados raspaban con las uñas el pizarrón que estaba en el taller.
Apuró un trago largo e igual de rasposo.
Le quemó el pecho.
Los ojos le lloraron.
Los cachetes se le sonrojaron.
Tosió.
La magia de la navidad estaba olvidada en la borra de su botella.
Siempre supo que terminaría así, desde el momento que aceptó el cargo. Se lo dijo el guardián de las puertas del Polo Norte.
            Un Papá Noel tipo, solo aguanta un par de décadas.
Miró a los renos, apuró la botella y la lanzó al vacío.
Dejaría una marca.
Contemplando las estrellas fulgentes se quitó el traje mientras el frío viento de la atmósfera lo hacía titiritar.
“Que se vayan todos a la mierda”, dijo en un murmullo silbante y se lanzó desnudo por el borde del trineo.
En su caída libre notó una ráfaga caliente que lo hizo rodar como un trompo. Su borrosa vista de alcohol y suicidio alcanzó a mostrarle como otro trineo pasaba muy cerca de él y se hacía con el suyo. Un jovial nuevo Papa Noel tomaba las riendas sonriente.

Su marca había sido hecha con los dedos en la superficie de un lago profundo y con olor a un whisky barato.

miércoles, 19 de febrero de 2014

El llamador del hambre



El chirrido constante de la rueda fastidiaba con intensidad, más cuando el pie derecho se hundía sobre el pedalín gastado. La bicicleta heredada de su madre se quejaba como un cordero ahorcado, el oxido se repartía casi por todo el cuadro y las cubiertas gastadas resbalaban en la greda mojada por la lluvia constante de los últimos días.
Faltaban un par de cuadras todavía, sobre el canasto descansaba su bolso junto a las compras de la supuesta cena. Una de las luces de la calle titilaba, suponía que el agua de lluvia que había entrado en la burbuja de plástico obligándola a parpadear como el ojo de un lince nervioso.
La mujer cambiaba el peso del cuerpo para forzar la velocidad de la vieja bicicleta, a una cuadra, pasando el ojo del lince nervioso, un baldío con pastizales altos abría las fauces.
Al ir acercándose levantó el culo del asiento, puso más velocidad y fuerza al cacharro que se quejó mucho más fuerte. Vio con su vista periférica como una sombra gigante crecía más desde el baldío a medida que se acercaba veloz a ella, contuvo la respiración y aflojó el cuerpo al momento que unas manos, las sintió callosas, la tomaron por el cuello y la arrastraron por la greda fría. Una de las ruedas de la bicicleta seguía pataleando como un pollo degollado que no entiende de la muerte, la suspensión del andar.
De la fría greda pasó a las pierdas en la espalda, después al fondo de la alcantarilla barrosa y por último los pastos altos y flacos, verdes de día, negros en la negrura. El calloso la volteó con torpeza y brusquedad, era solo una sombra con dos pequeños puntos que se iluminaban por la luz.

Ha, la luz. Esa luz que ella guardaba en su interior, la luz de la muerte y el hambre. Calculó la distancia de los puntos luminosos a la yugular y abrió la boca para que sus colmillos creciesen a gusto mientras la rueda seguía chirriando, como la risa de una arpía.