Fije la vista a lo lejos entornando los ojos, mis pies
descalzos saboreaban la rugosidad de las tejas del campanario, olía la sangre a
lo lejos y mis colmillos parecían crecer unos centímetros en mi boca. Mis
pezones también lo sentían irguiéndose como cuando era humana al recibir una
caricia excitante, toda mi piel blanca se estaba consumiendo. La peste estaba
acabando con todas las personas, con toda la sangre, con mi alimento.
El carruaje se bamboleaba de un lado al otro en las imperfecciones
del camino que serpenteante se abría paso por bosque para llegar a la Abadía, no pude esperar y
me lancé sobre ellos, al ir acercándome noté que el chofer no llevaba las
riendas de los caballos y su cabeza ladeada colgaba inerte.
Urgida de sed me adentré en el cubículo repleto de
terciopelo, cuatro de las cinco personas que venían dentro estaban muertas,
ennegrecidas por la peste que les corría en las venas. Tomé al único que aún
respiraba y dude en clavarle mis colmillos en el cuello enfermo, pero la sed
punzaba en mi vientre con desesperación. Abrió los ojos y me dijo
–Era una fría madrugada de Otoño. Me desperté por
casualidad de un sueño asombroso, realmente sorprendente... Pero ahora me
encontré con la realidad. –deliró por la fiebre al tiempo que cerraba sus ojos para siempre, lo
dejé acostado sobre el hombro de una mujer que llevaba varios días muerta. El
horizonte comenzó lentamente a teñirse de un naranja suave, levantándose por
sobre la copa de los miles de árboles.
Estaba cansada y sola, salí del carruaje
justo antes de que los caballos se detuviesen delante de las inmensas puertas
de la Abadía,
lugar que había sido de reserva los últimos cinco meses, hacía uno que ya había
consumido la última gota de sangre. Volví de un salto a posar mis pies
descalzos sobre las tejas del campanario esperando el próximo coche, si no
llegaba pronto dejaría que el sol tiñese también mi piel.