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viernes, 23 de agosto de 2013

lunes, 22 de octubre de 2012

Porcelana Roja



Fije la vista a lo lejos entornando los ojos, mis pies descalzos saboreaban la rugosidad de las tejas del campanario, olía la sangre a lo lejos y mis colmillos parecían crecer unos centímetros en mi boca. Mis pezones también lo sentían irguiéndose como cuando era humana al recibir una caricia excitante, toda mi piel blanca se estaba consumiendo. La peste estaba acabando con todas las personas, con toda la sangre, con mi alimento.
El carruaje se bamboleaba de un lado al otro en las imperfecciones del camino que serpenteante se abría paso por bosque para llegar a la Abadía, no pude esperar y me lancé sobre ellos, al ir acercándome noté que el chofer no llevaba las riendas de los caballos y su cabeza ladeada colgaba inerte.
Urgida de sed me adentré en el cubículo repleto de terciopelo, cuatro de las cinco personas que venían dentro estaban muertas, ennegrecidas por la peste que les corría en las venas. Tomé al único que aún respiraba y dude en clavarle mis colmillos en el cuello enfermo, pero la sed punzaba en mi vientre con desesperación. Abrió los ojos y me dijo
–Era una fría madrugada de Otoño. Me desperté por casualidad de un sueño asombroso, realmente sorprendente... Pero ahora me encontré con la realidad. –deliró por la fiebre al tiempo que cerraba sus ojos para siempre, lo dejé acostado sobre el hombro de una mujer que llevaba varios días muerta. El horizonte comenzó lentamente a teñirse de un naranja suave, levantándose por sobre la copa de los miles de árboles.
Estaba cansada y sola, salí del carruaje justo antes de que los caballos se detuviesen delante de las inmensas puertas de la Abadía, lugar que había sido de reserva los últimos cinco meses, hacía uno que ya había consumido la última gota de sangre. Volví de un salto a posar mis pies descalzos sobre las tejas del campanario esperando el próximo coche, si no llegaba pronto dejaría que el sol tiñese también mi piel.