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martes, 27 de noviembre de 2012

El Sueño de las Mil Caras




Jugar al futbol no era lo de él, sabía perfectamente que había nacido para ser actor o escritor. Por supuesto que le llevó años darse cuenta de que podía hacerse algún dinero con eso, o no hacer ni un peso, pero ser feliz.
En la cancha, cuando recibía una patada por más leve que fuera, caía al pasto como si le hubiesen dado un hondazo en la pierna, daba mil vueltas tomándose la pierna mientras los gritos de los otros chicos inundaban la canchita del barrio.
            –Dejá de pelotudear Francisco, levantate que siempre haces lo mismo.
            –No te vamos a invitar más a jugar.
            No sabía si exageraba porque le gustaba hacerlo ó por el olor del pasto cuando estaba tirado, ó era tal vez el rumor de la brisa que lo acariciaba mientras mantenía los ojos cerrados e imaginaba estar tendido en un campo de batallas, o quizá escondido detrás de las tablas de la casa abandonada escudriñando en la oscuridad a unos vampiros sedientos.
            Muchas veces soñaba que volaba, en ese sueño siempre lo hacía cuando nadie lo veía e iba corriendo a decirle a su madre con excitación “¡Mamá, mirame… puedo volar!”, y corriendo se lanzaba de panza para caer con estrépito al suelo y llorar y darse cuenta de que solo volaba cuando nadie lo veía.
            A medida que los años pasaban parecía que cada vez se sumía más en un mundo de ensueño; ó de pesadillas, como a él le gustaban a fin de cuentas. Despertaba transpirado de las alucinaciones más locas que nunca creyó tener, las imágenes y voces danzaban en su habitación casi todas las noches.
            Comenzó a actuar y escribir, recordaba la canchita de futbol del barrio y sonreía al pensar que hacía lo que siempre había querido; el miedo de las noches le daba cuerda y escribía como un poseso, parecía que la tinta de las primeras biromes se le iba a fundir en la dermis de los dedos. Años después se casó, tuvo tres hijos y cada vez menos podía hacerse un tiempo para escribir, lo de actuar había caído por el caño del lavamanos, así era la vida.
Poco a poco dejó de ir soñando con zombies, ya no había más vampiros ni brujos y se habían evaporado los fantasmas; pero lo que más le dolía era que había desaparecido la fantasía del vuelo.
            A medida que crecía, la vida se le iba nublando, claro que se enamoró y se casó, tuvo sus hijos que le dieron cinco nietos, por supuesto que era parte de su felicidad.
            Pero extrañaba volar.
            La sensación de miedo al no poder correr en los sueños, el olor a temor cuando unos hombres lobos corrían por los costados de los vagones del tren en el que viajaba, ó los chillidos de los vampiros en el carruaje con él escondido a un lado de las grandes ruedas de madera sintiendo los golpes del camino, todo eso había desaparecido.
            Ya no pensaba más que en ella, delgada, con su piel pálida cromada y la empuñadura de sándalo. Se la llevó a la boca mientras su mano derecha no solo temblaban por los 84 años de vida, sino también por el Parkinson que le acometía.
            Su dedo se deslizó mientras los recuerdos se posaron en mí, con 47 años menos caminando al altar.
            Me detuve en seco, la miré a Josefina, radiante con sus ojos negros inmensos que contrastaban con el vestido, me cubrí con una media sonrisa y le dije.
            –Tengo que volver a la canchita del barrio.
            El dedo del viejo yo dudó, solo dudó.

lunes, 22 de octubre de 2012

Porcelana Roja



Fije la vista a lo lejos entornando los ojos, mis pies descalzos saboreaban la rugosidad de las tejas del campanario, olía la sangre a lo lejos y mis colmillos parecían crecer unos centímetros en mi boca. Mis pezones también lo sentían irguiéndose como cuando era humana al recibir una caricia excitante, toda mi piel blanca se estaba consumiendo. La peste estaba acabando con todas las personas, con toda la sangre, con mi alimento.
El carruaje se bamboleaba de un lado al otro en las imperfecciones del camino que serpenteante se abría paso por bosque para llegar a la Abadía, no pude esperar y me lancé sobre ellos, al ir acercándome noté que el chofer no llevaba las riendas de los caballos y su cabeza ladeada colgaba inerte.
Urgida de sed me adentré en el cubículo repleto de terciopelo, cuatro de las cinco personas que venían dentro estaban muertas, ennegrecidas por la peste que les corría en las venas. Tomé al único que aún respiraba y dude en clavarle mis colmillos en el cuello enfermo, pero la sed punzaba en mi vientre con desesperación. Abrió los ojos y me dijo
–Era una fría madrugada de Otoño. Me desperté por casualidad de un sueño asombroso, realmente sorprendente... Pero ahora me encontré con la realidad. –deliró por la fiebre al tiempo que cerraba sus ojos para siempre, lo dejé acostado sobre el hombro de una mujer que llevaba varios días muerta. El horizonte comenzó lentamente a teñirse de un naranja suave, levantándose por sobre la copa de los miles de árboles.
Estaba cansada y sola, salí del carruaje justo antes de que los caballos se detuviesen delante de las inmensas puertas de la Abadía, lugar que había sido de reserva los últimos cinco meses, hacía uno que ya había consumido la última gota de sangre. Volví de un salto a posar mis pies descalzos sobre las tejas del campanario esperando el próximo coche, si no llegaba pronto dejaría que el sol tiñese también mi piel.