Jugar al futbol no era lo de él,
sabía perfectamente que había nacido para ser actor o escritor. Por supuesto
que le llevó años darse cuenta de que podía hacerse algún dinero con eso, o no
hacer ni un peso, pero ser feliz.
En la cancha, cuando recibía una
patada por más leve que fuera, caía al pasto como si le hubiesen dado un
hondazo en la pierna, daba mil vueltas tomándose la pierna mientras los gritos
de los otros chicos inundaban la canchita del barrio.
–Dejá de
pelotudear Francisco, levantate que siempre haces lo mismo.
–No te
vamos a invitar más a jugar.
No sabía
si exageraba porque le gustaba hacerlo ó por el olor del pasto cuando estaba
tirado, ó era tal vez el rumor de la brisa que lo acariciaba mientras mantenía
los ojos cerrados e imaginaba estar tendido en un campo de batallas, o quizá
escondido detrás de las tablas de la casa abandonada escudriñando en la
oscuridad a unos vampiros sedientos.
Muchas
veces soñaba que volaba, en ese sueño siempre lo hacía cuando nadie lo veía e
iba corriendo a decirle a su madre con excitación “¡Mamá, mirame… puedo volar!”, y corriendo se lanzaba de panza para
caer con estrépito al suelo y llorar y darse cuenta de que solo volaba cuando
nadie lo veía.
A medida
que los años pasaban parecía que cada vez se sumía más en un mundo de ensueño;
ó de pesadillas, como a él le gustaban a fin de cuentas. Despertaba transpirado
de las alucinaciones más locas que nunca creyó tener, las imágenes y voces
danzaban en su habitación casi todas las noches.
Comenzó a
actuar y escribir, recordaba la canchita de futbol del barrio y sonreía al
pensar que hacía lo que siempre había querido; el miedo de las noches le daba
cuerda y escribía como un poseso, parecía que la tinta de las primeras biromes
se le iba a fundir en la dermis de los dedos. Años después se casó, tuvo tres
hijos y cada vez menos podía hacerse un tiempo para escribir, lo de actuar
había caído por el caño del lavamanos, así era la vida.
Poco a poco dejó de ir soñando con
zombies, ya no había más vampiros ni brujos y se habían evaporado los
fantasmas; pero lo que más le dolía era que había desaparecido la fantasía del
vuelo.
A medida
que crecía, la vida se le iba nublando, claro que se enamoró y se casó, tuvo sus
hijos que le dieron cinco nietos, por supuesto que era parte de su felicidad.
Pero
extrañaba volar.
La
sensación de miedo al no poder correr en los sueños, el olor a temor cuando
unos hombres lobos corrían por los costados de los vagones del tren en el que
viajaba, ó los chillidos de los vampiros en el carruaje con él escondido a un
lado de las grandes ruedas de madera sintiendo los golpes del camino, todo eso
había desaparecido.
Ya no
pensaba más que en ella, delgada, con su piel pálida cromada y la empuñadura de
sándalo. Se la llevó a la boca mientras su mano derecha no solo temblaban por
los 84 años de vida, sino también por el Parkinson que le acometía.
Su dedo
se deslizó mientras los recuerdos se posaron en mí, con 47 años menos caminando
al altar.
Me detuve
en seco, la miré a Josefina, radiante con sus ojos negros inmensos que
contrastaban con el vestido, me cubrí con una media sonrisa y le dije.
–Tengo
que volver a la canchita del barrio.
El dedo
del viejo yo dudó, solo dudó.