viernes, 21 de septiembre de 2012

Fría Paris




Amar no era lo mejor que sabía hacer, amar era lo peor que le podía pasar.
Sentado en la esquina más espesa y oscura del callejón jugaba con el reflejo de una lejana luz sobre el filo de su cuchillo.
Había llorado, lágrimas que no le eran extrañas, pero nunca había llorado por amor. Había sufrido maltratos físicos, había vivido prácticamente encerrado en una fría, húmeda y olvidada habitación; comido sobras, bebido agua sucia, respirado dolor.
Y llorado, había llorado prácticamente desde que tenía memoria.
Pero nunca por amor.
Dolía más que los latigazos.
Más que el hambre.
Que el frío.
Dolía más que el propio dolor.
Ella lo había ignorado, porque estaba seguro que sabía de él.
Pero nunca más, podía ser un monstruo, un deforme que come basura y que duerme sobre sus desperdicios. Pero tenía corazón, todo eso no consentía el destratarlo, hacer de cuenta que no existía, todo el mundo lo hacía, pero a ella no se lo permitiría.
Lo iba a pagar.
Había conseguido el cuchillo en la cocina del convento, lo había elegido sigilosamente mientras la imagen de su belleza le arrancaba más sollozos y lo enterraba.
Lo había llevado hondo, el calor del cuerpo y el frío del olvido, subiendo a las puertas del paraíso para salir por la de servicio, hacia el infierno. Del recuerdo de las risas al llanto del mismo, lo llevó de ser un niño de luz a un vejestorio, eterno otoño, sus hojas, arrugas, disimulado amor y externo dolor.
Amar no era lo mejor que sabía hacer, amar era lo peor que le podía pasar.
Sentado en la esquina más espesa y oscura del callejón jugaba con el reflejo de una lejana luz sobre el filo de su cuchillo.
Y recordaba.
No había conocido a sus padres, lo habían abandonado al nacer, y él suponía que era por su aspecto, que al ver a su hijo deberían de haber pensado que era un monstruo (él lo pensaba). Por lo que consideraba que había nacido cuatro horas después de su nacimiento natural, y lo había hecho frente a las grandes puertas dobles de la Catedral de Notre Dame, un viernes que la lluvia intento borrarle el rostro y la joroba.
Inútil intento.
Abandonado por sus padres, cobijado por extraños que, intentaron al igual que la lluvia borrar ese aspecto. Oraciones y agua bendita, crufijos, rosarios y cuentas inundadas de miles de Padres Nuestros y Aves Marías... luego suplicas, seguidas de cadenas en los pies, algunos golpes y pronto el encierro en lo alto de la torre, en una habitación que era más un celda, acompañado solo por insectos y el sonido de las campanas, y la soledad.
Desde ahí tenía plena vista de la plaza, de las personas que iban desde un lugar que no conocía a otro que solo imaginaba. Algunos iban serios, otros riendo, en parejas, solos o en grupos, con sus ropas de colores, con las caras limpias y sus cabellos brillantes, ¡usando zapatos!. El veía desde las alturas todo aquello y soñaba con al menos ser ese perro marrón manchado de blanco, con sus orejas caídas y sin una pata trasera; pero que era libre y nadie lo juzgaba, nadie lo pateaba a su paso, nadie arrugaba la cara de asco al verlo.
Al menos ese perro era libre de todo pecado, y no como él que era portador de una enfermedad que no tenía cura.
Hasta que llegó ella.
Estaba en el torre, limpiando una de las campanas con la velocidad propia de la monotonía, sus pensamientos viajando por un velo blanco sobre una barco de silencio que surca un río de lastimas.
Escuchó los pasos resonar sobre el linóleo de la catedral, esos pasos que oía todos y cada uno de sus días, ecos resonantes que buscaban refugio en sus oídos y lo atormentaban por las noches. Pasos en busca de perdón, de consejos, de oraciones que limpien el alma de todo pecado, pasos que entraban dubitativos y salían con la energía que le daba el perdón y la esperanza.
Creyó desde siempre, que solo lo conseguían los pasos que llevaban zapatos, que el eco debía repicar en la cúpula del santuario, y él nunca tendría zapatos, sus pies acostumbrados al frío del suelo, a las asperezas y las espinas nunca tendrían zapatos.
Quizá en el cielo.
“Pero no existe”, se decía a pesar de vivir en la casa del Señor. “No existe ese lugar sino en el alma, y la mía es sucia”, se repetía hasta el hartazgo, frases que se incrustaron en su mente a fuerza de latigazos.
Pero no solo oyó esos pasos a los cuales no les prestó importancia, sino que un sollozo se elevó por los cristales, escalando los flojos ladrillos de la torre, resbalando en la humedad hasta llegar agotado a sus oídos. Un dulce sollozo, cálido y fresco a la vez, un halito que lo embriagó de inmediato.
Dejó caer el viejo y sucio trapo de sus manos repletas de verrugas y se asomó al precipicio de la abertura del campanario, las tablas crujieron cuando se agazapó sobre ellas.
El tibio llanto lo envolvió y lo hizo estremecerse.
Solo el ermitaño frío de París lograba algo así.
Por un momento olvidó todo, los males, las burlas, el frío, la indiferencia, los latigazos, sus pies descalzos, la joroba y sus arrugas.
Su mente se despistó, perdió la noción del tiempo, se esfumó el blanco, ya no existía más que la nada. Sus pensamientos se habían borrado, su conciencia dispersa se evaporó, solo lo acompañaba el dulce sollozo amplificado por la cúpula y la soledad de la Catedral a esa hora.
Cuando despertó del trance estaba acurrucado a la pared de la torre, abrazando el trapo y los andrajos mojados de lágrimas.
Había llorado.
Había olvidado.
Había probado un trozo del paraíso.
“Quizá si existe”, se dijo, y volvió a llorar. Sobretodo por miedo a nunca más volver a oír ese dulce y tibio llanto.
Pasaron los días, las semanas, los meses; y todas esas horas que las componen pensó en esa noche en el campanario, sus hábitos habían cambiado, dormía más de día para poder estar de vigía las noches. Hubo más lamentos, todos los días alguien lloraba, pero no era el que despertó la ilusión en ese corazón que nunca había probado la esperanza.
Ahora se animaba a estar más cerca de la gente, por las noches bajaba de la torre y recorría el santuario por algunos minutos, luego fueron un par de horas para después esperar a que las puertas se cierren para bajar y caminar por el lugar saboreando el aroma de las velas ardiendo, sentir con las yemas de los dedos los bancos que recibían las plegarias.
Y las noches le parecieron demasiado cortas.
De la lavandería tomó una vieja sotana que nadie extrañaría y le agregó una capucha, pero lo más difícil, si quería pasar inadvertido de día dentro de la catedral rodeado de cientos de feligreses, era esconder la joroba.
Luego de muchos intentos fallidos por esconder la horrible protuberancia se dio por vencido, pero no dejaría de intentar mezclarse ante la gente normal, quería saborearlos, verlos de cerca y tal vez llegar a entender porqué lo odiaban tanto.
Decidió que lo mejor era esperar a que abran las puertas e inmediatamente y sin que ninguno de los clérigos lo notase, colocarse en uno de los primeros bancos en posición de oración, quizá de esa manera no se notase tanto la joroba, siempre y cuando se mantuviese inclinado.
Y así lo hizo.
Minutos antes del mediodía y cuando la afluencia de oradores disminuía considerablemente se escabullía hacía la torre para aguardar la comida que le era alcanzada por un elevador de madera hecho con poleas, el contacto con los curas se había reducido a eso y ordenes de limpieza impartidas a gritos desde lejos. Luego bajaba y con mucho cuidado volvía a colocarse en uno de los bancos, con la cabeza gacha y las orejas bien paradas para poder oír las plegarias, quería saber que los impulsaba, que cosas les remordía la conciencia, que les sucedía todos los días a esas personas, que los impulsaba y sobretodo, cuales eran sus sentimientos.
Tanto se sumió a esa investigación de la raza humana, un ensayo escrito mentalmente por una persona que no era considerada tal, un hombre que era monstruo, tanto escuchó que olvidó porque había bajado.
Hasta que una noche, antes de retirarse al campanario, volvió a escuchar esos sollozos que meses antes lo habían impulsado al atrevimiento de invadir un espacio que no era el suyo.
Estaba agachado, con la vista clavada a la madera del banco de enfrente que cruzaba por debajo y que era utilizada para apoyar las rodillas al momento de orar, cuando un escalofrío le volvió a correr por el cuerpo.
Ahí estaba, delante de él, a solo unos metros.
Era una mujer, aunque lo sabía, la duda estaba presente.
El pelo negro brillante le llegaba a la cintura, llevaba un vestido gastado y algo sucio.
Pero el llanto era puro, blanco, intenso.
La escuchó llorar todo el tiempo, intentó oír sus rezos, pero los susurraba tan bajo que apenas le llegaba un esbozo de palabras.
Hasta que se levantó y se fue.
Despertó del nuevo trance, ella no estaba, pero volvería. Siempre vuelven, los pecados caminan entre los humanos como el aire que respiran.
Y volvió.
Y se fue.
Y volvió.
Hasta que no pudo soportar más tener que verla solo cuando sus recaídas y súplicas le colmaban el alma hasta rebalsar.
He hizo lo que siempre le habían prohibido, lo que se había jurado nunca hacer.
Salió de la Catedral.
La siguió, todas las veces que ella visitaba la Catedral para orar o pedir perdón, él la seguía. Cruzaba la plaza atestada de hombres, mujeres y niños, globos, carros con comida que nunca había probado, risas, aleteo de palomas, olor a bosta y caramelo. Pero él solo la seguía a ella, no prestaba atención a los ojos que lo escrutaban a su paso, los pequeños gritos de horror cuando su capa permitía apenas mostrar sus cicatrices y su labio caído.
La gente ya había empezado a hablar, corría el rumor por Paris que un monstruo caminaba entre los humanos. Algunos juraban haberlo visto y otros reían incrédulos, pero interiormente el miedo había afectado a todos.
 Sentado en la esquina más espesa y oscura del callejón jugaba con el reflejo de una lejana luz sobre el filo de su cuchillo.
En ese momento el arma parecía tener el peso del ancla de un velero que navega contra la corriente. No podía dejarla existir, no después de lo que le había hecho vivir, de los sentimientos que había guardado tras miles de candados y que ella había liberado.
No después de haber jugado con sus sentimientos, él sabía que ella lo había visto. Tenía la certeza que esa mujer llamada Esmeralda se percataba que cada vez que ella iba a la Iglesia, él la seguía hasta su casa, y luego al restaurante en el cual trabajaba.
Ella sabía, estaba seguro.
Y nunca había volteado para hablarle, para preguntarle como estaba su alma, su corazón. Para preguntarle como era el espíritu que vivía bajo esas escamas, tras esa joroba.
La vio salir al callejón, con la cabellera negra brillante, con el delantal manchado. La vio salir al callejón para quedar inmóvil en medio de la humedad y las penumbras. Solo una luz lejana intentaba dar vida a esa calle olvidada, solo una luz lejana pretendía entrar en las fauces de la locura.
El jorobado levantó el cuchillo a la altura de su estómago y dio un paso hacia ella. Caminó pesadamente sin entender porqué no se movía, preguntándose si sabía que estaba ahí. Claro que sabía, ella sabía que él la seguía, pero nunca había intentado hablarle, ¡¡¡nunca!!!.
—Te estaba esperando— dijo Esmeralda sin voltear.
Quedó petrificado.
Le había hablado, por fin se había dado lo que tanto había soñado.
Alguien más sabía que existía, no era un fantasma deforme que arrancaba solo gritos a su paso.
Ella le había hablado, la primer persona que lo hacía fuera y sin gritarle.
Bajó el cuchillo y levantó su callosa mano hacia ella, en ese momento la mujer volteó para encontrarse con sus ojos.
Esmeralda abrió grande los ojos, el miedo se había apoderado de ella, aunque la policía le había dicho que tratase de mantener la calma, pero ellos no estaban ahí, era ella quién enfrentaba a ese monstruo.
De sus ropas sacó el arma y juntando fuerzas disparó hacia la aberración que extendía una mano hacia ella, un deforme que la seguía desde hacia meses, un degenerado que seguramente intentaba violarla y seguro, matarla luego.
El jorobado sintió el calor de la bala entrar en su carne, la mujer que le había despertado aquellos sentimientos ajenos, ahora le dormía la vida.
—¿Porqué?— alcanzó a susurran mientras caía.
La respuesta era sencilla...
Porque amar no era lo mejor que sabía hacer, amar era lo peor que le podía pasar.

17 comentarios:

  1. Este relato me dio satisfacciones hace varios años, es un poquito largo, pero lo quería compartir con ustedes.
    Buen fin de semana y feliz primavera!!!!

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  2. A mí me gusta que sea extenso, es verdad que para las 'reglas' del universo bloguero no es lo adecuado, pero el que tenga ganas de leerlo lo va a hacer de todos modos.
    Me llegó tu relato, porque me pasa algo particular con los personajes que creó Víctor Hugo, es un escritor que me conmueve.
    Pero aquí el importante es Walter, así que aplausos para él: el autor.
    Un abrazo.
    HD

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    1. Por eso la aclaración de que es un poco largo, pero como decis vos, el que tenga ganas de leerlo lo hará... En particular a mi me gusta este personaje sufrido y abominable para la percepción de las personas "normales" que lastiman de otra forma mucho más cruel que la visión.
      Muchas gracias por el comentario Humberto.-
      :)

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  3. Excelente Walter. ¡Qué final! Me creo que te diera satisfaciones. Yo me voy un poco emocionada. "Amar era lo peor que le podía pasar"... Tremenda conclusión.
    Bueno, pues te deseo feliz primavera desde mi recién estrenado otoño. Tú te elevas sobre el canto alegre de los días, yo, ahora estoy en el dulce declive de ellos.
    Besos y buen fin de semana

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    1. Feliz otoño MJ, que cada una de las estaciones tienen lo suyo. Particularmente amo el otoño, disfrutalo por mi.
      Gracias por el comentario.-
      :)

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  4. Muy buen relato Walter. Qué historia tan triste la de este personaje que por amor se siente audaz, abandona la soledad y olvida en cierto modo su condición de apestado; algo de luz ilumina durante algún tiempo su esperanza de que las cosas pudieran ser distintas, tal vez, que no fuera tan importante su aspecto, que se mirara más allá, a su interior. Pero se equivocó.

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    1. Gracias Zavala.
      Hay veces que la luz al final de tunel es un tren que viene a toda velocidad y otras es la esperanza para que el alma siga viviendo.
      Muchas veces las cosas que esperamos sean distintas terminan siendo peores, es la vida que no siempre nos mesajea el alma, sino que nos estruja y nos tira a un lado del camino mientras los demás transitan sin problemas.
      Abrazos.-
      :)

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  5. Me ha gustado mucho. Amar es tan difícil...quizás los humanos (deformes o bellos) no estamos hechos para amar con tanta potencia.
    1beso.

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    1. Muchas gracias Laira, ¿será el amor en tiempos de cólera?, la perseverancia del amor no siempre tiene un final feliz.
      :)

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  6. Es una palabra que casi nunca digo. Creo que es tan bella como dolorosa. Y tu relato lo demuestra. Tambien la vida, claro.

    Un verdadero placer la lectura. Perdí la noción del tiempo leyendo...

    Saludo enorme, Walter.

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    1. Muchisimas gracias Luna por tu comentario... es de los que llenan.
      Saludo igual de enorme.-
      :)

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  7. Muy, muy bueno.
    Descripciones de los sentimiento de la mejor manera: atrapando al lector.
    Un doloroso cierre del relato, pero ideal para todo lo que fue la trama hasta allí. Y qué buena idea la de incluir la frase final (creo que se repite tres veces en el texto, ¿no?): su repetición le da, aún, más fuerza a la conclusión.
    ¡Saludos!
    P.D.: a mí me gustan los relatos largos. Es más, el primer borrador de cada cuento lo escribo a mano alzada, sobre el papel, y es muy difícil que baje de las cuatro o cinco páginas (que luego se vuelven unas seis páginas en el Word...)

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    1. Juanito, lo de la frase creo que da bien con el efecto que quería, pero a decir verdad el texto mismo fue quien lo incluyó, se escribió practicamente solo.
      Yo antes escribía mucho a mano alzada, tenía cuadernillos y cuadernillos escritos, ahora (quizá por pereza) solo uso el Word.
      Gracias por el comentario amigo!

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  8. Es como dice Humberto, a quien le interesa leer, lee, aunque no sea lo corto que se supone que debe ser para un blog...
    Muy bueno el relato, las veces que estuve en Notre Dame siempre me acordé del jorobado, es un personaje que me encanta y me genera un montón de sentimientos.
    Saludos

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    1. Eva, envidio tus visitas a tal lugar. El jorobado muestra muchas veces nuestra misma miseria encarnada en deformidades del cuerpo que bien podrían llegar a ser del alma.
      Saludos y gracias por comentar!

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  9. De los relatos que he leído este es que más me ha gustado. Es interesante como el personaje principal se deja llevar por los comentarios de los demás y acaba sacando a la luz el monstruo que lleva dentro, matando la poca humanidad que le queda.

    Saludos

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    1. Gracias Sátiros, ese jorobado es interesante como las desgracias mismas que vemos a diario, solo que hay tanta oscuridades y grises que lo hacen mas lúgubre.
      Saludos

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