jueves, 2 de agosto de 2012

Ventana al Arco Iris (2º Parte)


La habitación donde estaba cautivo se evaporó, las paredes desaparecieron delante de sus ojos y el aire fresco le llenó los pulmones tan deprisa que tuvo que hacer fuerzas para no caer. Miró para todos lados, estaba solo. Los gritos seguían dentro de la casa y las risas de sus primos que provenían de la calle, también.
            Estaba solo, tanto que tuvo miedo.
            Bajó la mirada a su mano y vio que sostenía la escoba, en la punta todavía humeaba el plástico incendiado. Hundió la punta de la escoba en la tierra, corrió a mojarla y torpemente la raspó contra el cemento para quitarle los restos de plástico, luego la dejó en su lugar habitual. Volvió donde estaba el camino de hormigas y con la suela de sus Converse negras (regalo de la abuela para su cumpleaños) trató de quitar todo indicio de que por ahí alguna vez cruzó un serpentino camino de insectos.
           
Se pasó las manos por la cara y decidió que el mejor lugar para estar en ese momento, era sentado al lado de su padre, soportando las discusiones sin sentido. Tenía miedo, sobretodo porque no sabía lo que había sucedido en realidad, si había sido un sueño, un delirio o bien nada de eso; que a fin de cuentas era lo peor. No saber.
            Las tres voces volvieron a repiquetear en su cerebro en los años siguientes, la mayoría de las veces no eran más que susurros distorsionados, como alguien levantando la voz por sobre el ruido penetrante de una pulidora. Por lo que no alcanzaba a entender que le decían, salvo contadas oportunidades.
            Con el paso del tiempo cada una de las voces tomo personalidad propia y Mateo las bautizó casi sin darse cuenta, en los murmullos constantes en su habitación o en la biblioteca donde se fugaba a leer Stephen King muchas veces se encontraba hablándoles con sus nombres. A la primera voz que había oído la llamaba El Sucio, por el personaje de Clint Eastwood, “Harry El Sucio”; la segunda voz, la más racional y tranquila de las tres le había puesto Carolina en referencia a Carol Anne le pequeña rubia de Poltergeist, en cuanto a la última de las voces simplemente le decía Esteban.-
            Algunas veces notaba a El Sucio sacudirle algunas órdenes, como… “prendele fuego” cuando jugaba con aviones hechos con papel, ó “pisálo” al notar algún prolijo jardín a la vuelta de la escuela. Carolina era más callada, prácticamente no la oía, solo cuando las órdenes de El Sucio eran demasiado fuertes, como un grito de obligación esgrimido por algún militar a un subordinado. En cuanto a Esteban, era totalmente ausente y casi se había olvidado como sonaba.
            En algunas ocasiones había preguntado a sus escasos amigos sí ellos habían oído voces algunas veces en su cabeza, pregunta que era devuelta con risas burlonas y que lentamente le había comprado el aislamiento social.
            Se fue quedando solo, su compañía eran su madre, su padre en menor medida y sus libros con quienes pasaba la mayoría del tiempo, viajando con los personajes a mundos que le dibujaban aventuras, amores y amistades en un principio, para luego ir por valles donde la oscuridad era dueña de todo.
Leía. Pero no solo.
            Las tres voces leían con él, riendo a veces, llorando otras; compartiendo sus emociones. Y aunque Esteban no hablaba, lo sentía junto a él, como ese amigo silencioso que en las reuniones queda callado, pero cuando habla de su boca sale alguna bomba. O es para reír, o es para llorar. Sin medios.
            En el tiempo que pasó sumido en los libros empalideció y bajó de peso, de la escuela le llegaban informes sobre que… es un niño educado pero muy solitario, y eso a su madre la inquietaba.
            –No cuesta nada llevarlo a un Psicólogo –dijo Ernesto mientras se pasaba las manos por el pelo para dejarlas estacionadas en la nuca, con los codos apoyados en la mesa donde el café con leche humeante le acariciaba el mentón. –Es solo que no puedo verlo más así. Hay veces que lo hablás y te queda mirando sin decir nada, como si no estuviese ahí, como si estuviese… –Dudó un instante. –Vacío.
            –No digas eso Ernesto, suena como si dijeses que nuestro hijo esta loco –le pidió Carla al borde del llanto. –Es nuestro único hijo y nos costó horrores tenerlo –terminó de decir ya con los ojos llenos de lágrimas y la voz que se le había quebrado en las últimas palabras.
            –Con más razón amor, tenemos que cuidarlo con más razón.
            –¿Tenemos que cuidarlo? –estalló Carla de repente. –¿Desde cuando vos lo cuidas? Esquivas a tu hijo todas las veces que podés, nunca jugás con él, tus palabras para con él son como cortadas con una tijera, –Le espetó ya llorando, y terminó. –Como si hablarle a tu hijo te lastimara.
            –¿Pero qué estás diciendo? Es mi hijo, nunca…
            –Hay veces que no se nota Ernesto –le dijo con voz ronca, una mezcla de furia y llanto con una pizca de desesperación.
            –Si no me importase, nunca se me hubiese ocurrido querer llevarlo a un Psicólogo –señaló Ernesto levantando la voz para igualar el estatus en la discusión.
            Carla caminaba por la habitación con pasos cortos y direcciones cambiantes, como si dudase donde poner el pie en cada baldosa; las manos le temblaban y los dedos tamborileaban en el aire.
            –Te lo querés sacar de encima –susurró ella tomándose del borde de la mesada para detener el deambular febril.
            –¿Qué dijiste? –la voz de Ernesto cambió rotundamente al expresar esa pregunta, una duda que prácticamente le deformó el rostro forjando arrugas en la frente con exageración y dejando que las cejas cayeran empinadamente sobre sus ojos, tal cual lo haría el  derrumbe de un edificio sobre un estacionamiento repleto de vehículos, aplastándolos.
            –Me escuchaste bien, ¿o vas a hacer como haces con tu hijo y disimular no enterarte?
            –Te estás metiendo en terreno peligroso Carla.
            –¿Me estás amenazando? –le soltó volviéndose furiosa, con el rostro envuelto en cólera pigmentando la piel de rojo.
            –¿Estás loca? ¿qué mierda te pasa? De repente todas las culpas del mundo son mías. ¿Qué mierda es lo que estás diciendo? –hizo una pausa para ver en el rostro de su esposa el efecto de las palabras lanzadas. Al ver que ella estaba impasible, con el mismo bosquejo de rabia en su rostro, continuó.
            –Simplemente estoy diciendo que deberíamos llevarlo a un Psicólogo, no que debamos encerrarlo en un loquero. Un par de sesiones para ver si se pueden sacar algunas conclusiones. –de los ojos de Carla brotaban lágrimas cada vez más incesantes, una perdida en uno de los caños internos de su tubería. Ernesto logró bajar el ritmo de sus latidos y tranquilizarse, en ese momento debía hacerlo o ambos estallarían y una pequeña discusión podría recaer en una palea que dejarían cicatrices en su matrimonio.             –No digo que no tengas razón, es cierto que lo esquivo –tragó saliva para aliviar el peso de su traquea, como si esas palabras estuviesen hechas de brea y dejasen un camino sinuoso y negro que le hacía difícil tragar sus restos luego de decirlas. –Estar con él a veces me da miedo –dijo al fin y bajó la cabeza.
            –¿Miedo?
            –Miedo – repitió. –Hay veces que creo que no es él quién me mira, como si fuese solo un envase.
            –Lo que decís es… terrible. Estás hablando de tu hijo –le manifestó Carla soltando la mesada y enviando un par de pasos hacia él.
            –Por eso mismo tengo miedo. Porque es nuestro hijo, y tengo miedo de él, de perderlo, de que se transforme en algo.
            –¿Qué se transforme en algo? No es un monstruo Ernesto, estás hablando de Mateo.
            –La puta madre. –lanzó Ernesto golpeando con un puño en la mesa provocando un pequeño tsunami en la taza de café con leche, derramando gran parte de su contenido sobre la carpeta a crochet tejida por su suegra y tiñéndola de un marrón claro. –¿Crees que no se que es hijo mío? Esto es una mierda, estas cosas no le pasan a gente como nosotros.
            Un silencio incómodo sumió la cocina, una burbuja de tinieblas que solo mostraban un camino.
            –Habla solo, lo ví un par de veces. No es normal y tengo miedo.
            Mateo estaba sentado en su cama, sus ojos hinchados y rojos parecían estar a punto de estallar. La puerta entreabierta de su habitación había permitido que la discusión llegase apagada a sus oídos, al igual que las tres voces cuando las oía. Sus manos apretaban con fuerza el libro que estaba leyendo, arrugando sus hojas.
            Bajó la vista y cerró el libro para apreciar la tapa, “Desesperación” rezaba el titulo de la obra escrita por Stephen King.
Desesperación –susurró El Sucio, y rió nerviosamente en su interior provocándole un escalofrío.
            Los días siguientes en la casa fueron tensos, Ernesto casi no cruzaba palabras con su esposa más de lo necesario, y parecía esquivar más todavía cualquier contacto con Mateo. Y él lo sabía, los había escuchado discutir desde su habitación, ya no era un niño, ya no tenía seis años. Pronto empezaría la secundaria, un mundo nuevo que rodearía su mundo, lo desconocido sobre lo incierto; las dudas, los miedos, las burlas, los llantos.
            La desesperación.
            Meses después de la discusión terminaron llevando a Mateo a un Psiquiatra, Carla todavía un tanto reticente, pero se había cansado de discutir, y sabía que eso llevaría su matrimonio a la ruina, y mucho más.
Ramiro Scatularo era el nombre del Psiquiatra que le habían recomendado, un hombre joven y flaco, de 37 años, pelo oscuro que combinaba con las ropas. Zapatos negros bien lustrados, pantalón marrón de corderoy y una camisa también marrón aunque más oscura que el pantalón. Usaba anteojos demasiado grandes para su cara, pero parecía no importarle, solo le faltaba la pipa había pensado Ernesto cuando lo vio por primera vez.
Ramiro los recibió calurosamente con fuertes apretones de manos para los padres y unas palmadas en la espalda para Mateo. Los condujo hasta una pequeño pero acogedor living donde el verde de las plantas y el marrón de los muebles confabulados con el nerviosismo de Mateo y el calor interior lo trasportaban hacia las profundidades de la selva amazónica.
            Esto no es bueno –dijo El Sucio.
            Mateo estuvo de acuerdo con ella.
            No es nada, si nos quedamos calladas puede ser que pasemos desapercibidas –explicó Carolina.
            El calor era sofocante ahí dentro, Mateo veía a sus padres hablar con el Psiquiatra pero no los oía, la cacofonía de la selva era incesante, loros, papagayos, monos y quien sabe cuantos animales más se habían puesto de acuerdo para gritarle en ese momento. Sudaba mares salados y el estómago comenzaba a dar pequeños pero elevados giros. El mundo verde y marrón se le estaba volviendo borroso, sus padres transformados en gorilas gesticulaban frente a un inmenso cocodrilo de anteojos, los alaridos de los animales le tapaban los gritos de las voces que intentaban arrastrarlo a su realidad alterna, no supo cuanto tiempo se esforzó por no gritar que se callaran o por cuanto tiempo evitó vomitar, pero lo que le pareció unos minutos fue casi una hora, su mundo había usado tijeras.
            De repente todo pasó.
            – … por eso que un tratamiento grupal le vendría bien a Mateo, hablar con otras personas sobre ello le hará bien –concluyó Scatularo.
Se lo había perdido, sea lo que sea que haya dicho se lo había perdido. Y como dijo El Sucio, “eso no era nada bueno”. El estaba mejor solo, y “tratamiento grupal” no eran dos palabras que le caían muy bien.
            –¿Usted está seguro que esto puede ayudarlo? –preguntó su padre acomodándose en el mullido sillón marrón.
            –Es muy fácil de averiguarlo –dijo Scatularo sonriendo. –Hay que tratar.
            Mateo sintió como se le erizaban los pelos de la nuca y los brazos, tanto que parecía que alguien se los quería arrancar.
            “Prefiero morir confinado que tratar con locos”, dijo El Sucio exaltado. “Prefiero toda la vida una habitación blanca y llena de colchones que tener que escuchar a un montón de pelotudos hablando boludeces”.
            “¿Pero que decis?”, le cortó Carolina.
            “Vos sos más pelotuda que todos juntos, ¿no te das cuenta que nos quieren echar?, quieren hacernos desaparecer”.
            “Nadie puede hacernos desaparecer si nosotros no queremos, pero tampoco podemos andar por ahí enloqueciendo, por eso estamos acá”
            “Yo no me voy a quedar callado porque un pelotudo con titulo me lo pide”
            “Entonces hay que aceptar lo que nos toca, podemos hablarle a Mateo, pero vos cruzas esa línea que divide su mundo del nuestro”
            “Me chupa un huevo, soy lo que soy y no voy a dejar de serlo”
            “Entonces aceptemos la suerte”
            “No, ellos van a tener que aceptar lo que pase. Al igual que vos si te pones de su lado”.
            Se abría el circulo.

continuará...

6 comentarios:

  1. Vaya, qué será la que les espera...

    Mencionaste a Clint!

    Saludos, Walter.

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  2. Gracias Luna...
    esto de publicar cuentos (largos) en capítulos no tiene muchos seguidores.
    Por ello agradezco este seguimiento
    :)
    Saludos

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  3. Gracias Walter por tu visita a mi espacio.
    El tuyo, un sitior donde poder leer cuentos, eso me atrae...
    Seguiré por aquí, esperando la continuación de este último...
    Un saludo
    mj

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  4. Gracias MJ...
    El tuyo me atrajo de inmediato
    :)
    Saludos

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  5. Muy bueno, Walter.
    Esperando nos quedamos por la continuación.
    Tengo la sensación... de que ese tal "Esteban" dará que hablar, je, el tercero en discordia entre Harry y Carolina.
    ¡Saludos!

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  6. Gracias Juanito... si pudiese contaria, pero perdería la magia... jaja
    Saludos

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