jueves, 9 de agosto de 2012

Ventana al Arco Iris (4º Parte)


El pitido seguía ahí, no tan fuerte, pero se hacía notar lo suficiente como para sentirse un poco mareado. Veía hablar el psiquiatra que movía las manos incesantemente y mientras lo hacía, veía el círculo amorfo con miradas perdidas que intentaban prestar atención, o como él, saber que mierda hacían ahí. Veía, pero no escuchaba.
            Tenía miedo, estaba aterrorizado a decir verdad. Las conversaciones de sus voces lo estaban poniendo muy nervioso, sobretodo lo que decía una de ellas. Necesitaba ayuda, pero creía más en un exorcismo que en esa ayuda de grupo, su presentimiento del desastre era muy fuerte y se estaba potenciando desde que había comenzado las sesiones con el psiquiatra. ¿Pero a quién decirle?, con sus padres no podía hablar, solo se cruzaban las palabras necesarias; su padre parecía escapar cuando podía y su madre estaba hecha un trapo de piso viejo, pero debía hacerlo.
            En dos meses y medio de asistir al montón de locos, había llegado a esa conclusión, hablar con sus padres y dejar el grupo, pedirles que busquen otra forma de ayudarlo. Les diría lo que querían oír, que estaba enfermo y necesitaba asistencia, pero de otro tipo.
            Y lo haría ahora.

            Bajó las escaleras y fue a su encuentro, ambos estaban en la cocina. Se paró en la puerta y los observó un instante, su madre lavaba la cocina, con las manos llenas de espuma y la mirada sumida en los cubiertos sucios; su padre estaba sentado a la mesa, hojeando una revista de computación, como siempre en el más hermetismo silencio.     Recordó cuando era chico, las risas y las palabras corrían por esa casa, su padre le jugaba en todo momento mientras ella los miraba sonriente. Hoy a su casa solo tendrían que cambiarle el número por una lápida y dejar flores de plástico en la entrada.
            –Hola – dijo apenas.
            Su padre lo miró con los ojos bien abiertos, extrañado de que su hijo les dirigiese la palabra, cosa que no sucedía directamente. A su madre se le escapó un vaso que golpeó con algo en la batea y se rompió. Pero ninguno de los dos respondió el saludo, el silencio era incómodo, pero supuso que lo era más para ellos, por lo que añadió.
            –Necesito hablar con ustedes.
            Los ojos de su padre se cristalizaron inmediatamente y su cuerpo quedó rígido como si lo hubiesen empalado a la silla, su madre no mostró signo alguno.
            –Sobre mi enfermedad – dijo intentado que sus padres despierten del hipnotismo.
            –¿Y qué es lo que querés hablar? – manifestó el padre dejando lentamente la revista sobre la mesa. – Digo, sobre qué de tu enfermedad.
­            Tragó saliva, que su padre lo tratase de enfermo mental era algo para lo que tal vez no estaba preparado. Las últimas palabras que le dijo le quedaron rebotando en la cabeza como una bocha en un flipper… “sobre qué de tu enfermedad… enfermeedaaadddd
            Su padre lo miraba fijamente pero en silencio, su madre, se había transformado en un manchón grisáceo frente al lavaplatos, como un borrón que casi agujerea una hoja Rivadavia en un cuarto grado. De su padre se levanto como un aura mientras el cuerpo seguía sentado, vio como se elevaba del lugar una parte de él, como un fantasma pero más real.
            El fantasma se giro y enfrentó al cuerpo que acababa de dejar.
            –Nunca te quiso de verdad. Tal vez si al principio un poco, cuando eras bebé. Pero cuando empezabas a hablar solo no, ahí ya no. Te miraba con recelo, yo lo veía y lo escuchaba hablar con sus hermanos de vos. Nunca se animó a hablar con tu mamá de eso, ni con vos. Pero afuera sí hablaba, y como. Con todos. A todos les decía que tenía un hijo que hablaba solo. Que estaba loco.
            –¡¡¡No es verdad!!!– gritó en su cabeza. No podía ser cierto, no debía serlo. Su padre hacía tiempo había dejado de tratarlo como antes, pero sabía que era miedo a su enfermedad, no a él. Lo presentía.
            –ES VERDAD – gritó fantasma. –Yo sé, no vos. Yo estoy acá adentro – dijo golpeando en el aire la sien de su padre.
            Toda la imagen era gelatinosa y el olor a goma quemada avanzaba como aliados el día “D” en Normandía, la imagen se alejó y él se vio atado. Amordazado en un vano intento de escapar de ese instante. Lo que sucedió después lo llevó lejos de su casa y de sus padres, lejos de la realidad.
           
El olor incesante a pino lo aturdía, no entendía la necesidad de aromatizar todo el lugar con esa esencia; mezcla abominable con los productos para lavar los pisos y el fluido Manchester que parecía ser la solución a las plagas como las cucarachas y las ratas dentro de todas las instituciones públicas.
            Mateo estaba sentado con las piernas cruzadas bajo el cuerpo, dejando un hueco en el colchón de veinte centímetros de espesor en el cual dormía. En el lugar solo había tres personas en ese momento; él, un viejo de unos setenta años instalado en una silla de ruedas frente a uno de los ventanales con la cabeza ladeada y la vista perdida en la claridad del exterior y el moreno ordenanza que lentamente terminaba de trapear el gran dormitorio.
            –¿Todavía no te acostumbraste pichón? – dijo el moreno al volver con el balde en una mano y el trapeador en la otra.
Mateo lo miró, no estaba triste de estar ahí, ni de que sus padres lo hayan llevado. Se sentía solo, pero no triste.
            “Nunca vas a estar solo”, le dijo una de las voces.
            –Cuesta acostumbrarse a un lugar nuevo – dijo al fin.
            –Sí. Pero este no es un lugar nuevo común – le indicó parándose frente a él. – En estos lugares tenés que aprender todo de nuevo, si te quedas acá quieto como rulo de estatua, no vas a aprender nada y te va a costar cien veces más. Deja de pretender que te va a venir a buscar en cualquier momento. Eso no va a pasar – le anunció con aparente crueldad. – Acá no vienen a buscar casi a nadie.
            Sus miradas siguieron conectadas por unos segundos más, cada uno esperando que el otro dijese algo, al ver que eso no sucedía, el ordenanza le guiñó un ojo y salió silbando Violeta, de Alcides.
            Del episodio que lo llevó a ese lugar recordaba poco y nada, una pelea con sus padres por lo que podía deducir; pero era confuso. Lo que si recordaba en una maraña demencial era su llegada a ese lugar, iba atado con las manos a la espalda mientras un hombre de pocas pulgas lo llevaba de la nuca apretando con firmeza. Sentía el vaivén del vehículo, el ronronear del motor y el sonido de las piedras bajo las ruedas, en su cabeza un griterío le obligaba a cerrar los ojos con fuerza mientras lágrimas de impotencia le recorrían la cara. Sus fuerzas lo iban abandonando lentamente, apreciaba como sus músculos adoloridos querían darse por vencidos en medio del escándalo de sus voces.
            La impotencia ante todo.
            Cuando las puertas de la camioneta se abrieron un sol abrazador se abalanzó sobre él, ya no recordaba en que mes del año estaba pero suponía que era verano. La claridad también invadió el interior de sus ojos que mantenía fuertemente cerrados, no quería ver nada de lo que sucedía alrededor, y escuchar entre las voces que no dejaban de parlotear le era difícil. Estaba siendo transportado dentro de una pelota de plástico, exiliado de la realidad, embutido en un mundo paralelo.
            Sentía como lo arrastraban, la punta de sus zapatillas apenas rascaban el suelo, apreciaba la vibración que se le instalaba en las rótulas. Oía otras voces a su alrededor, provenían de todos lados, algunos gritos, ordenes, mujeres, hombres, pájaros, perros. Si le hablaban a él no tenía idea, ya no sabía si las voces venían de dentro o fuera. La mano en la nuca se mantenía con firmeza, aunque ahora dos manos más lo sujetaban por debajo de las axilas.
            En un momento creyó que había gritado, pero no estaba seguro, como también que se había meado encima. El clima de pronto se puso húmedo y considerablemente fresco, sus pies ya no vibraban ante el constante choque de su calzado con la tierra y las piedras, ahora se deslizaban por un suelo uniforme donde los pasos repiqueteaban en su sien volviéndose un tamborileo atronador.
            Las manos que lo sujetaban aflojaban y apretaban, pero la que más dolía era la mano que le oprimía la nuca, ya sentía un calor agobiante en el cuello, como si el fuego se extendiese por la piel como un virus hambriento.
            De repente las manos lo soltaron.
            Las voces callaron.
            El eco se esfumó.
            Todo era silencio, salvo el penoso silbido del viento entrando por alguna ventana mal cerrada.

5 comentarios:

  1. Ahora el abandono...Quizás siempre estuvo solo.

    Hasta el próximo capítulo.

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  2. Parece un viaje por los sotanos del subconsciente, donde todo es confuso, oscuro.
    Un saludo y buenas noches desde mi orilla.

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  3. Muchas gracias MJ... escribirlo fue todo un viaje también :)

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  4. Se mantiene perfecto el suspenso por lo que vendrá...
    Nos seguimos leyendo.
    Saludos...

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