A pesar de que era una sola vez al año, el viaje le
pesaba casi en todos los días del calendario. Era un viaje eterno. Solitario.
Silencioso.
Acomodó el saco en el asiento vacío
del acompañante. Siempre vacío.
La mano derecha comenzaba a temblarle semanas antes
de partir. Síntomas de un cansancio que se acumulaba en montañas de días, minutos
como rocas desprendiéndose de la cúspide de su vida.
Desmoronándose.
Desmoronándose.
Tomó la botella de whisky con la mano izquierda y
desenroscó la tapa con torpeza, el sonido rasposo y metálico le hizo piedra las
glándulas salivales, como cuando los empleados raspaban con las uñas el
pizarrón que estaba en el taller.
Apuró un trago largo e igual de rasposo.
Le quemó el pecho.
Los ojos le lloraron.
Los cachetes se le sonrojaron.
Tosió.
La magia de la navidad estaba olvidada en la borra
de su botella.
Siempre supo que terminaría así, desde el momento
que aceptó el cargo. Se lo dijo el guardián de las puertas del Polo Norte.
Un Papá Noel tipo, solo aguanta un par de décadas.
Un Papá Noel tipo, solo aguanta un par de décadas.
Miró a los renos, apuró la botella y la lanzó al
vacío.
Dejaría una marca.
Contemplando las estrellas fulgentes se quitó el
traje mientras el frío viento de la atmósfera lo hacía titiritar.
“Que se vayan todos a la mierda”, dijo en un
murmullo silbante y se lanzó desnudo por el borde del trineo.
En su caída libre notó una ráfaga caliente que lo
hizo rodar como un trompo. Su borrosa vista de alcohol y suicidio alcanzó a
mostrarle como otro trineo pasaba muy cerca de él y se hacía con el suyo. Un
jovial nuevo Papa Noel tomaba las riendas sonriente.
Su marca había sido hecha con los dedos en la
superficie de un lago profundo y con olor a un whisky barato.