La garra se abalanzó ponzoñosa sobre
mi mano derecha, una de sus uñas hizo un pequeño surco rojo sobre la piel del índice.
Ardió.
Mis dedos iban frenéticos, sonando
como los exasperados cascos de un carruaje en una noche de Transilvania. Me desesperaba
no poder terminar antes de que esas garras dentasen todo, dejando un muñón ahí
donde termina el brazo. No sin mucho esfuerzo y con varios cortes, maté a ese
hombre lobo con el hacha del personaje principal de mi último cuento.