
–Ni se te ocurra.
–¿Qué ni se me ocurra? Tiene que hacerlo
–¿Y vos? no te quedes
callada. Ahora no.
–¡Basta!– gritó. Le dolía la cabeza y
todo giraba a un ritmo vertiginoso, parecía solo un niño a quién su padre puso
en unos zancos y se tambaleaba bajo la atenta mirada del tutor esperando que se
desplomase para volver a subirlo. Cerró los ojos apretándolos con fuerza, ese
no era momento para llevarse las manos a la cabeza y ensayar un grito como el
del cuadro. Pero lo veía tan claro. No ahí, no era el lugar, no donde todos lo
estaban viendo.
–Dale, hacelo ya –lo apremió una de las
voces.
Abrió
los ojos.