–Ni se te ocurra.
–¿Qué ni se me ocurra? Tiene que hacerlo
–¿Y vos? no te quedes
callada. Ahora no.
–¡Basta!– gritó. Le dolía la cabeza y
todo giraba a un ritmo vertiginoso, parecía solo un niño a quién su padre puso
en unos zancos y se tambaleaba bajo la atenta mirada del tutor esperando que se
desplomase para volver a subirlo. Cerró los ojos apretándolos con fuerza, ese
no era momento para llevarse las manos a la cabeza y ensayar un grito como el
del cuadro. Pero lo veía tan claro. No ahí, no era el lugar, no donde todos lo
estaban viendo.
–Dale, hacelo ya –lo apremió una de las
voces.
Abrió
los ojos.
La
piel se le cubrió inmediatamente de una película de sudor frío que lo hizo
estremecerse.
El
espejo donde se veía no existía, pero el reflejo de la ira encarnada en él sí.
Su alter ego levantó el pica hielos que sostenía en su mano izquierda y su
sonrisa se dibujo macabramente. La tela que hacía de espejo tembló levemente
dibujando ondas como si alguien hubiese lanzado una piedra en un tranquilo
lago.
Lo
veía con claridad a pesar de la nubosidad que cubría todo, se miró las manos
maniatadas con tiras de guasca resquebrajada pero fuertes, los pies cruzados
por una cinta de embalar marrón le hacía palpitar los tobillos, supuso que los
dedos estallarían en cualquier momento.
–No lo hagas –volvió a gritar la primer
voz.
–Callate, no estas ayudando en nada. Callate
de una vez.
Aterrado,
inmóvil, sumiso, estéril. Pero sobretodo esclavo, obligado a ver como el
pelotón de fusilamiento quitaba el seguro.
Volvió
a cerrar los ojos, esta vez les imprimió más fuerza, tanta que la blancura dejó
paso a un deforme dibujo de miles de gusanos rojos y verdes que danzaron
frenéticamente para llevarlo en un remolino alocado, que como si fuesen
electrodos, se le instalaron en el cerebro y lo arrastraron a las profundidades
del recuerdo.
Supuso
que tenía nueve ó diez años la primera vez, aunque las voces no eran tan
fuertes y apenas llegaba a oírlas, se hacían entender a la perfección. Tal vez,
tocaban los puntos necesarios para ello si es que no lograban tener la
suficiente fuerza como para hacerse notar.
Recordaba
estar en el patio de su abuela, iba con sus padres todos los domingos a ensayar
una reunión familiar que, normalmente terminaba en gritos y discusiones entre
los hombres de la familia, mientras las mujeres abandonaban el campo de batalla
para refugiarse en la cocina a limpiar los platos y cubiertos, o bien
ensillaban sus cigarrillos y cabalgaban hacia la calle para agruparse a fumar y
contar algún que otro chisme.
Sus
primos eran más grandes, pero a diferencia de otras familias, a Mateo nadie lo
trataba como el más pequeño obligándolo a pasar por algún que otro vergonzoso
evento, o en su defectos golpearlo o quitarle lo que sea que tenga en la mano
por el solo hecho de demostrarle que el menor debía pagar su estatus.
No,
a Mateo ninguno de sus primos lo molestaba.
Algunas
veces jugaban juntos, pero casi siempre era cuando los mayores merodeaban,
sino, se alejaban lentamente como si eso a Mateo le importase.
Ese
mediodía, mientras las discusiones iban en aumento dentro de la casa, él
observaba un camino zigzagueante de hormigas que atravesaba el jardín y
terminaba en una de las plantas de su abuela.
–Supongo que se verían chistosas si alguien las
chamuscara –escuchó decir a una voz irónica que parecía raspar un pizarrón
con las uñas.
Levantó
la vista esperando ver a uno de sus primos con una caja de fósforos en las
manos. Pero no, estaba solo, las risas, el humo de los cigarrillos y las
fuertes voces de las discusiones ocurrían más allá, lejos de donde él estaba.
Más lejos de lo que realmente creía.
–¿Qué
decís? –dijo una segunda voz, esta era calmada y tierna, como si fuese de
una niña. –¿Para que va a querer ver como se queman unas hormigas?
–Porque es divertido –respondió la primera.
–No
se que le ves de divertido.
Una
tercer voz se unió a la conversación que tenía lugar en su cabeza.
–No
veo nada de malo en probar al menos, de esa manera sabremos si es divertido o
no –esta parecía venir de mucho más lejos, como si estuviese retenida en
algún lugar, sonaba apagada, como sonaría alguien hablando dentro de un balde.
La
vista se le había nublado, sentía nauseas, como cuando entraba a la cocina y su
madre estaba hirviendo mondongo en una olla y el vapor hubiese inundado toda la
habitación. Sintió como si algo lo agarrase de los hombros y lo tirase hacia
atrás lentamente. Notando como sus pies se despegaban del suelo y era elevado
por los aires. Solo que no estaba en
el aire, estaba dentro de si mismo, arrastrado y encerrado en el mismo sitio
donde había estado la tercera voz.
Era
como una habitación, muy parecida a la suya. Solo que no lo era, no tenía
pintura, las paredes estaban mal terminadas y el suelo mugriento. Vio una cama
deshecha y roñosa en una esquina, supuso que ni un perro dormiría ahí. Miró al
derredor pero no vio ninguna ventana, ni puerta. Pero había un espejo, con
marcos de una madera roída y manchones negros. Al principio creyó que no era un
espejo, sino un marco relleno de plástico o algo parecido. Respiró hondo,
aunque no había olor a nada, el ambiente era espeso y le costaba inhalar buena
cantidad de oxígeno.
Pensó
que se iba a desmayar.
Pero
la primera voz lo evitó.
–
No te pierdas de esto –dijo.
En
medio del espejo comenzó a flotar una imagen vaga, sin una forma regular. Hizo
fuerzas para acercarse y lentamente flotó hasta situarse frente al marco de
madera, las líneas uniformes danzaban hasta ir dibujando los contornos de lo
que le pareció una mano, luego el brazo, el torso, las piernas y por último el
rostro.
Abrió
grande los ojos y quiso gritar.
Se
vio reflejado en ese espejo de plástico, notó la sonrisa babosa de sus labios y
un brillo oscuro en sus ojos.
Ese
no era él, solo se parecía. No podía ser, él no se veía de esa manera cuando se
miraba al espejo por las mañanas antes de ir al colegio.
La
imagen comenzó a alejarse, intentó no mirar, pero era más fuerte que él.
Observó a quien se parecía a él entrar en la casa, luego de unos instantes aparecer
con una bolsa de supermercado en la mano, tomó la escoba apoyada a un lado de
la puerta y comenzó a envolver la bolsa en el extremo de la escoba. La ató y
luego sacó una caja de fósforos del bolsillo de sus jeans. Sonrió y prendió la
bolsa girándola para que el fuego la envolviese por completo, el olor al
plástico quemado le llegó a sus fosas nasales dejando un rastro áspero,
mientras el humo negro se elevaba más allá de donde podía ver. Su otro yo se
agachó y observando a las hormigas correr, levantó la vista y por primera vez
hizo contacto con él.
Cuando
habló, notó que el repetía las mismas palabras sin poder evitarlo,
confundiéndose ambas en un estrujón inquieto.
–Seguro
que va a ser divertido. Seguro que sí. Ellas deben tener razón.
Las
gotas de plástico quemado caían haciendo un zumbido hipnótico, rajando el aire
hasta estrellarse en el suelo, aplastando y calcinando los insectos que se
arremolinaban en las inmediaciones de sus compañeras muertas al encontrar el
camino obstruido, el congestionamiento le divertía, ya que parecía que las
hormigas sacaban turno para ser envueltas en plástico hirviente.
Se
escuchaba reír desaforadamente, como fuera de sí. La risa se mezclaba con el
sonido de las pequeñas bolas de fuego y la visión de las hormigas tratando de
salvar su existencia, ese efecto mezclando caos y diversión.
De
pronto notó como la imagen se elevaba y se encontró observándose de espaldas,
siguiéndolo hasta detenerse detrás del árbol de nísperos. Ahí, entre un montón
de plantas le gustaba dormir a Roni, el gato de la abuela.
Rezó
para que no estuviese, pero Dios debería de tener cosas más importantes que
ver. Roni estaba acostado placidamente, como solo los felinos saben estar.
Estaba seguro que lo había oído acercarse, pero ellos no se mueven; solo
ronronean o acicalan las piernas cuando desean algo. Roni quedó inmóvil,
creyendo que si no prestaba atención pasaría de largo, pero el Dios de los
gatos tampoco estaba para nimiedades.
Su
otro yo alzó la escoba que todavía tenía plástico envuelto en llamas en su
punta, y riendo nuevamente lo apoyó con fuerzas en el lomo del animal.
El
gato saltó de inmediato con un grito agudo, maullando de dolor, corriendo entre
las plantas mientras los pelos abarrotados de plástico fundido le quemaban despidiendo
un olor nauseabundo.
–
Les dije que iba a ser divertido –dijo una voz y se desvaneció.
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