1
Odiaba
las mudanzas.
Toda
la movilización de muebles y cajas de cartón que tenés que vigilar a cada
segundo con el temor de perder alguna, trasladarlos y sudar la gota gorda
corriendo peligro de desgarro o una lesión en la columna.
Simplemente
lo odiaba.
No
era un tipo de lo que podía decirse alegre, de mirada pícara y muy sociable.
Era raro que un hombre con sus facciones fuese introvertido siendo alto, moreno
de ojos verdes y una contextura física amplia. Pero lo era, ¿la razón?, odiaba
estar vivo, la odiaba a ella mientras la amaba.
Fotos,
cartas, envoltorios de todo tipo, alfajores, caramelos, turrones. Pero sobre
todo las fotos, juntos, abrazados, riendo, en el suelo, en una hamaca, a los
pies del obelisco, en medio de la lluvia de las cataratas. ¿Porqué ahora no
estaba con él?, ¿porqué la vida se había empecinado en separarlos?. La culpa
había sido de él, no había dudas en eso. Se había artado de oír a todo el mundo
decir que nadie tiene la culpa, que Dios obra de formas misteriosas. No podía
creer en Dios en ese momento, no en alguien que le había arrebatado las ganas
de vivir. No iba a llegar al extremo de quitarse la vida, no era tan cobarde
como para abandonar todo, pero tampoco podía superar el recuerdo constante en
el rostro de sus amigos, en la voz de su suegra, ni de sus hermanos,
sencillamente no podía vivir con eso.
No,
no se iba a matar, pero podía dejar que la naturaleza acelerase el trabajo.
Había
pasado casi un año del accidente, once meses y veintidós días para ser exactos,
se acercaba la fecha y revivir todo de la forma más dolorosa era como ponerse
la soga al cuello, tener que ir a la iglesia con todos los familiares, visitar
la tumba y llevar flores, luego la cena con todo el mundo hablando de lo hermosa
e
inteligente que era, y hasta el
comentario mordaz de alguien diciendo lo bien que se veían juntos.
No, mejor era
escapar.
Un día, sin
avisar a nadie, simplemente se marchó.
2
La casa no era
muy grande, pero lo suficiente para él, comedor, cocina, baño, dormitorio y un
patio. Ahora faltaba lo peor, acomodar todo en su nuevo lugar. Fue de a poco,
levantando cajas y sacando el contenido, acomodando a los golpes los grandes
muebles. Pero todo empezó en el último lugar que decidió arreglar, el dormitorio.
Ya era el
segundo día de arduo trabajo en su nuevo hogar, la noche anterior había dormido
en el sillón que colocó en el comedor, no quería dormir en su pieza hasta que
haya estado lista. Era domingo y el día siguiente debía presentarse en el nuevo
trabajo, había conseguido el traslado del banco, por lo que la tarea sería la
misma, lo que cambiaría sería el lugar y sus compañeros.
Se levantó con
dolores por todo el cuerpo, había olvidado lo doloroso que era dormir en el
sofá, ya no tenía quién lo mandase a dormir al comedor después de una larga
pelea. Preparó un mate y tranquilamente fue a revisar la habitación, no era muy
grande, pero tampoco chica. La miró por unos momentos y sus ojos se prendieron
inmediatamente a una mancha en la pared, su cara cambió del humor de la mañana
al de alguien que es despertado a la madrugada por el ladrido de perros, en
fin, humor de perros. Antes de colocar la cama y el placard debía sacar la
mancha de la pared, maldijo su suerte a los cuatro vientos, ahora sabía qué odiaba
más que las mudanzas, no poder terminar rápido de hacerlas. Trató de sacarla
con un cepillo y mucha agua, con otro cepillo y lavandina, pero no, simplemente
se negaba a salir. Le quedaba solo una cosa, taparla con pintura, por lo que
acomodó la cama, el placard y la mesa de luz y se dedicó a terminar de repasar
la casa.
Esa noche casi
no pudo dormir en paz, fue un largo sueño que hilvanaba acciones viejas de
ellos juntos, una tras otra, suspendidas en un vuelo circular sobre su memoria
desguarnecida. Despertó con la sensación de no haber dormido del todo, como si
una parte de él solo estuviese en posición horizontal por pura coincidencia.
Levantó un poco la cabeza y ésta, como atraída por un imán en la pared, giró en
dirección a la mancha de humedad a su derecha. La miró más detenidamente, si
entornaba los ojos, como cuando uno mira las nubes buscándole una forma, podía
ver que se parecía a una silueta; sonrió por el pensamiento, sacudió la cabeza
y lo hizo a un lado. Se levantó, era muy temprano como para hacerlo, faltaban
tres horas para ir al trabajo, pero ya no podía más.
Ese día cuando
volvió, sintió un golpe sordo, como un puño hiriendo una bola de masa de
harina, un golpe sordo pero lo suficientemente alto como para oírlo con
claridad. Dejó un momento lo que estaba haciendo y alistó los oídos por si
volvía a escuchar el golpe, “poff” otra vez. Dejó todo, ya sabía de donde
venía, no con exactitud, pero tenía una idea bastante dirigida. Venía de su
habitación.
Entró
lentamente buscando el dueño de los sonidos, pero inmediatamente y sin buscar
se dio cuenta de que no había nadie ahí, no sabía en que estaba fundada su
sospecha, pero era bastante fuerte. No había nadie ahí.
- ¿Vos no
viste nada, no? – le preguntó a la figura de humedad. Después de mirarla por
unos momentos sus ojos experimentaron una ilusión propia del cansancio, como si
la figura se hubiese movido unos casi imperceptibles milímetros.- ¿O fuiste
vos? – volvió a preguntar.
No hubo
respuesta, claro que no iba a haberla, sería de locos que esa mancha le
respondiese.
Esa noche volvió
a soñar como en las últimas semanas, pero esta vez no con su esposa como de
costumbre.
Estaba en un acantilado, sintiendo los
sedosos soplos del viento que viene del océano aunque nunca había estado en la
costa, iban a hacerlo ese verano, pero ya no. Podía oír el romper de las olas
sobre las rocas metros abajo, el tenue calor del sol chocando con la piel.
Tenía los ojos cerrados, parecía que de esa manera llegaba a captar toda la
plenitud de la paz y la armonía. Sabía que no estaba solo, de la manera que uno
lo sabe en los sueños aunque no haya visto a nadie, simplemente lo sabía.
Estiró la mano y sus dedos rozaron la piel de su acompañante entrelazándose con
los de ella, por supuesto que era una mujer, la sensación era fuerte aunque
sabía que no era su esposa, al menos la que antes lo había sido. Abrió los ojos
y volteo lentamente, distinguió la silueta de inmediato, una figura femenina
que le daba la espalda con el brazo extendido hacia él para tomarle la mano. La
cabeza de la figura tapaba el círculo del sol haciendo que los contornos se
dibujaran con exactitud pero sin dejarle ver quien era, pero la impresión de
conocerla era fuerte.
Ahora también tenía miedo, sentía el sudor
en la frente, sin embargo no sentía calor, era un sudor frío y mortecino, como
si el sol fuese una gran masa de hielo reflejando la luz de otro lado.
- ¿La extrañas no es cierto? – dijo la
figura sin voltear.
No conocía la voz, pero le era familiar.
Abrió la boca como para decir algo, pero únicamente
logró soltar un soplido no mayor a un suspiro cansado. El corazón comenzó a
latir a mil por hora, como si en el medio del pecho tuviese una locomotora
desbocada con el maquinista ebrio.
Miedo, terror a que la figura siguiese
hablándole sabiendo que él no podría contestar. Sabiendo que si corría no lo
haría más rápido que un perro con dos patas, como correr con nieve hasta la
rodilla. Sentir en la nuca a la figura respirarle, miedo a voltear y ver a un
monstruo, ver a Gimena con los ojos en blanco y la piel resquebrajada y pálida,
como a punto de estallar.
Sintió la debilidad de su esfínter, por un
momento creyó que se meaba, que le iban a salir líquidos por todas partes del
cuerpos, por cada poro y agujero con comunicación exterior.
La figura comenzó a voltear sin soltarle la
mano, los dedos de ella estaban fríos, y esa evocación de insensibilidad le
apretó el pecho sacándole cada partícula de aire de sus pulmones.
El la conocía, no sabía de donde pero la
conocía.
Estaba seguro, pero no podía hacer memoria,
estaba en blanco, poseído por la figura que estaba saliendo del dominio del sol
con una lentitud abrumadora. No quería verla, no deseaba verle la cara, temía
morir ahí en ese lugar alejado de la mano de Dios.
Vio una sombra pasar corriendo por el suelo,
la vio con el rabillo del ojo.
- No – dijo una voz suave. – Todavía no.
Sintió otra mano, sin necesidad de verlo
sabía que era la otra mano de la figura, que se le metía en el pecho y le
apretaba el corazón. Le empezó a arder a la altura del escote de la camisa,
como cuadriplicando la acidez que le atacaba después de esos fuertes mates de
la mañana. La mano fría hacía que sintiese fuego en su interior, una candencia
que sabía lo iba a apagar todo, primero consumiría y luego no dejaría más que
las cenizas.
- Por favor – pidió esta vez la voz. Y un
estallido de luz lo encegueció.
Despertó
sentado sobre la cama, sudando y respirando grandes bocanadas de aire que le
hacían doler el pecho. Una vez que el ritmo cardíaco volvía a la normalidad
encendió el velador, tenía frío por fuera, pero el calor que rondaba por dentro
era insoportable. Sus ojos buscaron la mancha de humedad de la pared sin
pensarlo hasta darse cuenta de que lo estaba haciendo. Había puesto el placard
junto a la puerta, no era el mejor lugar para colocarlo, pero era donde estaba
la mancha, ya le había puesto tres manos de pintura, pero ella se negaba a
irse. “¿No te querés ir?, Tomá entonces”
pensó mientras ponía el placard en su lugar.
Tardó unos
segundos en verla, y no le sorprendió darse cuenta de que la mancha se asomaba
por uno de los lados del placard, él lo había colocado de tal manera que la
tapase por completo, pero ahora había una parte que sobresalía, como un niño
tímido espiando detrás de las piernas de su madre.
No, no le
sorprendía.
Eran las
cuatro de la mañana según el reloj despertador, pero no podría volver a dormir,
salvo que tuviese un martillo a mano y no lo tenía. Por lo tanto decidió
levantarse.
3
Los días
siguientes al sueño fueron de una monotonía aplastante, de la casa al trabajo y
del trabajo a la casa, de vez en cuando la despensa y con menos regularidad el
video club.
Había llamado
a su suegra un par de veces y se había negado a darle la dirección o el
teléfono a pesar de la insistencia de ella, tampoco salía con los compañeros
del banco, en realidad nunca lo habían invitado, lo veían como un ermitaño. Y
bastante raro a decir verdad, según se decía en la oficina, “tenía la mirada
perdida” y algunos esperaban a que un día sacase una pistola del portafolios y
empezase a los tiros.
Pero no, no
estaba loco, aunque a veces lo pensaba él mismo. ¿Cómo no hacerlo si su única
compañía era una mancha de humedad en la pared?, una mancha muy especial, una
que caminaba, o se arrastraba, o sea lo que sea que hiciese.
En los tres
meses siguientes había vuelto a tener el mismo sueño un par de veces.
La figura tomándole la mano, el sol de hielo,
la inevitable pregunta de que si la extrañaba, el frío y el calor mezclados, la
mano apretándole el corazón y la sombra pidiendo por él. Todas las veces había
despertado de la misma manera que la primera vez, sudando y con la impresión de
que en el sueño se moría asfixiado. Y cada vez que prendía la luz de la lámpara
buscaba la mancha en la pared, se estaba moviendo. Ya había llegado al punto en
que las paredes se unen y parecía estar flexionada al medio, como un dibujo de
un niño doblado en un papel. No necesitaba ser un estudioso de lo paranormal
para darse cuenta de que la mancha estaba caminando hacia él.
O moviéndose,
ó arrastrándose, o se lo que sea que estuviese haciendo.
Había pasado
el aniversario de la muerte de Gimena y ese había sido un día devastador. Llamó
al trabajo y avisó que no podría ir porque estaba enfermo, “una gripe o algo
así” había dicho, y en realidad no estaba muy errado. Se pasó el día
torturándose con fotos, cartas y otros recuerdos, lloró hasta quedarse dormido
en la cama y soñó.
El tiempo
siguió transcurriendo y por varios meses el sueño se ausentó, para esa altura
ya había relacionado el sueño como el motor de la mancha en la pared, sin el
sueño ella no se movía. No sabía si para mejor o para peor, simplemente no
quería pensar en ello. Pero era inevitable, era su pasatiempo y ahora se
dedicaba a estudiarlo en la memoria, trataba de recordar cada paso, cada
respiro, cada sensación. Y sabía que había algo que se negaba a ser revelado,
algo estaba escondido en algún lugar pero no lograba verlo. Estaba ahí,
esperando ser descubierto, pero simplemente no podía descifrarlo.
Una noche
había pasado varias horas en la cama mirando la mancha, en un momento se
levantó y se acercó a ella. Se sentó en frente y la miró y sintió que ella lo
miraba a él, fue una sensación incomoda pero no podía dejar de mirarla, como si
lo hubiese hipnotizado. Sentía su fuerza, su poder, sentía que estaba viva.
Solo para él.
Y las cosas
fueron cambiando de forma contundente, ya no era una sospecha de que algo
sucedía con esa mancha de humedad en la pared de su habitación. La certeza
había jugado sus cartas fuertes y él estaba seguro de que era lo que sucedía,
su casa estaba embrujada. Un día había decidido en irse de ese lugar, pero no
había podido siquiera meter un par de camisas en la maleta, era como si un
susurro le pidiese que se quedara, que la ayudara.
A la mancha
que caminaba por la pared se le habían sumado otras acciones paranormales o
como le llamasen.
Entraba a su
casa con un par de bolsas blancas de plástico de la despensa, llevaba tomates,
cebolla, choricitos, carne picada, puré de tomates y fideos, lo necesario para
un buen guiso. Cuando cruzando el comedor un viento fuerte y frío le cruzó por
el rostro, no por el pecho o las piernas, solo por el rostro. Y un grito, o
miles de gritos. Parecían estar encerrados dentro del sopló de viento, como
pidiendo ayuda, deseando que alguien los escuchase. Las bolsas se soltaron de
las manos y las cebollas rodaron por el piso y los fideos escaparon del
paquete, todo el contenido de las bolsas rodaban junto a sus pies inmovilizados.
Pero lo que más paralizado tenía eran los ojos, estaban clavados a la pared del
comedor.
Había algo
escrito en la pared.
Parecía que lo
habían hecho con un hierro o algo puntiagudo, como si hubiesen rascado la pared. Estaba descascarada y
los restos de pintura y cemento yacían en el suelo testigos de lo sucedido.
“Rendirse a los propios pies”.
No entendía que era lo que estaba
escrito en la pared, no le encontraba sentido alguno. Miró a los lados buscando
rastros de alguno de los vándalos que había entrado a su casa, pero todo estaba
donde debía. Después de unos segundos de lucha consigo mismo logró acercarse a
unos metros de la leyenda. Miró al suelo y vio los restos de pintura seca
arrancada de la pared y polvo de cemento, pero no había huellas de pisadas y si
alguien había estado en su casa escribiendo al menos debía de haber algún
indicio. Pero no había nada, solo “Rendirse a los propios pies”.
Otro día, comiendo en la cama viendo
el canal Fox tuvo una premonición, como si un rayo silencioso hubiese caído
justo en el marco de la puerta. Lo había segado completamente, había sido por
solo un segundo y en ese instante solo había visto luz. Pero una vez que la luz
se refugió en algún otro lado su esencia aún respiraba a su alrededor, era como
recordarse a si mismo a través de la pantalla de una televisión sucia.
Se veía a si mismo desde otra
perspectiva, como si él fuese esa otra persona que lo estaba viendo. No
alcanzaba a divisar el lugar donde estaba pero no necesitaba hacerlo, recordaba
la conversación. No mucho, pero si lo suficiente como para saber quién estaba hablando
con él, a través de quien estaba viéndose.
Era Gimena.
4
Recordaba aquel día, fue la vez que
él le había dicho que si alguna vez a ella le pasaba algo él desearía morirse
también.
El día en que había despertado su
verdugo.
- No seas estúpido – le dijo ella. –
No me gusta que digas esas cosas.
- Perdoname, pero te amo demasiado.
- Yo también te amo y por eso no me
gusta que digas esas cosas. Además a mi no me va a pasar nada, vos vas a morir
de viejo primero – le dijo y largó una carcajada.
Ramiro veía la sucia pantalla y un
dolor profundo le rasgó el pecho, recordaba con tanta fuerza esa conversación
que comenzó a llorar sin poder dejar de ver. Lloraba como nunca lo había hecho,
parecía que le estaban oprimiendo el pecho e intentaban asfixiarlo con sus
propios sollozos y lágrimas.
Ella reía y él la amaba por cada
gesto, cada movimiento de sus caderas y cada parpadeo. Cada vez que él
respiraba un soplo de amor se iba hacia ella, porque ella era todo para él,
ella era su vida. Y sin ella él no era nada, no quería ser nada, no podría
serlo.
- Prometeme una cosa – le había
pedido él.
- Depende de que cosa queres que te
prometa.
- De verdad te estoy hablando Gime.
Por favor.
Ella había dejado de sonreír porque
había visto algo en los ojos de Ramiro, no era algo que le diese miedo, sino
alarma.
- ¿Qué te pasa? – le pregunto con
miedo.
- Quiero que me prometas algo.
- Esta bien, pero me estas
asustando.
- No te asustes, yo solo quiero que
me prometas que si te pasa algo me dejes ir con vos.
- No entiendo, ¿qué querés decir?
- Que si vos... te vas a un lugar
mejor me dejes ir con vos.
Ella retiró un poco su cuerpo hacia
atrás, solo un poco, pero dejó notar que de verdad la estaba asustando.
- Ramiro, dejate de joder. A mi no
me va a pasar nada y a vos tampoco.
- Necesito que me lo prometas,
porque yo no voy a poder vivir sin vos. Sos el aire de mis pulmones. Lo juro.
Gimena lo veía con el más puro amor
que nunca había sentido, y nunca antes había pensado que sentiría eso por
alguien, y mucho menos que otra persona sentiría lo mismo por ella.
- Esta bien – le dijo.
- Bueno, repetí después de mi.
- Ramiro...
- Por favor – le pidió y ella no
pudo hacer nada con esos ojos verdes oscuros como si fuesen de la miel más rara
y tentadora del mundo.
Asintió en silencio. No sabía porque
pero había algo que no le gustaba de todo aquello, sabía que él la amaba y no
dudaba de sus palabras, pero le parecía una exageración lo que le estaba
pidiendo. Aquello no lastimaría a nadie, pero de todas maneras no le gustaba,
lo hacía solo porque su verdadero amor se lo pedía.
- Si me pasa algo... – comenzó a
recitar Ramiro.
Ella dudó un segundo en seguirle las
palabras, sintió como unos dedos fríos sujetarle desde la boca del estómago,
como si en ese lugar estuviesen escondidas las palabras. Era como si alguien
las estuviese empujando hacia fuera animándola a continuar con la promesa.
Los ojos de Ramiro la miraban con
impaciencia y una pizca de miedo, no se había dado cuenta de ello sino hasta
esa noche en la cama. Porque nunca (en los tres meses de vida que le quedaban
antes del accidente) había podido olvidar ese día en el banco de la plaza.
- Si me pasa algo... – repitió ella
al fin. Y la sonrisa en los labios de Ramiro le erizaron la piel bajo la remera
y el pantalón de jean, pero a la vez no era él esa tarde. No sabía como, pero
no era él.
-...deseo que vos me sigas los pasos
más allá de la luz.
Ella repitió con miedo, mucho miedo.
Pero no podía retractarse de lo que decía, no era que no lo desease, pero
parecía que al momento de tomar la decisión de seguirle la corriente ella había
delegado el uso de sus deseos a alguien más. Alguien con una fuerza cósmica. Y
la muerte tenía esa clase de poder, y esa palabra se le metió en el cerebro
como una flecha fría.
“Muerte”.
- Y le pido a quien sea que me
obligue a cumplir la promesa.
Y ella sin desearlo completó el
ritual.
Ramiro veía y recordaba la
conversación sin poder dejar de llorar en su cama frente al televisor. Desde
que Gimena había muerto experimentaba una sensación de vaciamiento interior y
unas ganas inmensas de morirse. Pero hasta ese momento no había recordado
aquella tarde en la plaza, le parecía lejana y a la vez ajena. Como si él no le
hubiese obligado a formular tal promesa, cosa que le parecía descabellada. Como
todas las cosas que sucedían ahora en su nueva casa.
La mancha en la pared, los golpes,
la frase rasgada en la pared del comedor.
El sueño.
5
Alguien estaba tratando de hacerle
notar que era lo que sucedía. Y lo había logrado.
Gimena trataba de despertarlo del
sueño en el que él mismo se había metido, y porque alguien le estaba haciendo
cumplir la promesa de ella.
Sentía la lucha a su alrededor,
podía percibirla entrelazada en un remolino de dolor luchando con la propia
muerte. Aquélla Señora que se había aprovechado de la pareja con un amor más
allá del habitual, porque en los días que corrían era difícil encontrar parejas
que se jurasen amor eterno. Y menos a aquellos capaces de morir en nombre del
amor.
En la
televisión se había cortado la programación, no había más que lluvia estática y
el sonido constante del corte, como una catarata cayendo a sus oídos.
No supo con
exactitud cuanto tiempo estuvo ahí sin moverse, le habría jurado a cualquiera
que casi un día, pero a la vez solo un par de minutos.
No podía ver
que era lo que sucedía frente a sus ojos en medio de la habitación, pero se lo
imaginaba. Allí estaba ella, su amor luchando con todas sus fuerzas por él.
Porque la muerte había ido a buscarlo, quería hacer cumplir la promesa y él
solo debía “rendirse a sus propios pies”, dejarse morir en esa cama. Y sea
quien sea que lo hallase solo encontraría la explicación lógica. Al fin y al
cabo no hay muchos pero los hay. Uno más que murió de tristeza luego de la
muerte de su esposa, así de simple, un palito más cruzando la pared de la
celda.
La luz que
despedía la lluvia del televisor bañaba apenas una parte de la habitación, la
estática hacía que diese pequeños cortes y que todo se pusiese negro por
milésimas de segundo, como si abriese y cerrase los ojos con fuerza y rapidez.
A la vez que cada corte se producía Ramiro no se percataba de que la mancha en
la pared avanzaba, no daba grandes saltos pero el avance era rápido, y se
dirigía hacia él.
Estaba con las
piernas cruzadas bajo su cuerpo, como intentando una pose de yoga, y los ojos
se le habían cerrado mientras el remolino de aire y sustancias plásmicas se
revolcaban en la batalla de un pálido azul.
No estaba en
ningún lado y en los dos a la vez. Estaba en el sueño y estaba en la
habitación, pero a la vez estaba en un nuevo lugar, un tubo que los unía a
todos y estaba repleto de serenidad, con una luz brillante que se le venía
encima bañándolo todo. Había música bien atrás, un coro de ángeles pensó.
Cantaban con plenitud, y esa plenitud le llegaba a los oídos y le hacía poner
la piel de gallina.
Por un momento
se había olvidado de la habitación y del sueño. Estaba en un nuevo lugar, y él
quería ir a ese lugar lleno de dulzura y jubilo.
En un rincón
del cerebro le había parecido escuchar algo, pero era muy tenue y apenas si la
reconocía como una voz. Estaba cansado y lo único que deseaba en ese momento
era dormir, cerrar los ojos y dormir por toda la eternidad si lo dejaban
hacerlo.
“No”.
Renunciaría a
las preocupaciones y las responsabilidades y se dejaría internar en una
burbuja que lo contuviese por el resto
de sus respiros, y si deseba hacerse cargo de él por más tiempo no objetaría
nada al respecto.
“No, no es tu
tiempo”.
Pero supo que
a la vez extrañaría las comunes costumbres del mundo, o al menos extrañaría las
suyas. Tanto como extrañaba a... Gimena.
“Antes tenés
que cumplirme otra promesa”, le dijo la voz que de a poco había cobrado fuerza.
Ramiro abrió
los ojos, seguía sentado en la cama con las piernas bajo su cuerpo, el remolino
de tenue azul era más pesado y casi podía ver dos figuras entrelazadas y la
televisión estaba todavía encendida aunque los cortes ahora eran más pausados.
Buscó con la mirada la mancha de la pared, se sorprendió al verla mucho más
cerca aunque la sorpresa no era muy grande. Ahora entendía que era lo que
pasaba con esa mancha que no era de humedad, esa era una mancha con los restos
de su vida e iba en su búsqueda para acabarla de una vez. Porque él le había
obligado a su amor a hacerle una promesa, y la muerte estaba ahí para hacerla
cumplir.
¿Cuál era la
otra promesa de la que hablaba ella?, no estaba seguro, pero si notó seguridad
en la voz de Gimena. No sabía exactamente de que estaba hablando y suponía que
ahí estaba el secreto, pero simplemente no podía verlo. Y lo que si veía era la
mancha de la pared acercarse a él rápidamente. Se deslizaba con cada corte del
televisor, como lo había hecho antes con los sueños.
Escurrió
desesperadamente la mano a un costado y atrapó el control remoto, lo alzó en
dirección al televisor y presionó el botón de encendido.
Nada.
Dejó caer el
aparato de entre sus dedos y se tiró a un lado de la cama dejando colgar la
parte superior de su cuerpo, alargó la mano hacia la pared pero se detuvo a
medio camino. Lo que iba a hacer ya estaba hecho, el enchufe descansaba en el
suelo, pero la televisión seguía encendida.
Sintió frío de
repente, mucho frío.
(“¿La
extrañas?”).
También ganas
de vomitar desde el cerebro.
(“La
promesa”).
Con la poca
fuerza que le quedaba se izó sobre la cama y se dejó caer, el remolino seguía
en medio de la habitación y la mancha se arrastraba hacia él. Apenas se fijo
pero ahora tenía un par de pequeños hilos de humedad que se separaban de la
mancha grande formando unas garras, los separaban solo dos metros y esas garras
tenían hambre de muerte y sed de lo mismo.
(“Cumplir la
promesa”).
La mancha
estiraba sus flacos brazos de humedad y los finísimos dedos parecían abrirse y
cerrarse ensayando el momento del contacto con su cuello, porque todo se
fundiría a ese momento. Todo sería ese momento, por los siglo de los siglos.
Amén.
(“No. Todavía
no. Por favor”).
Hay voces.
(“Cumplí la
promesa”).
Miles de voces
que son solamente una.
(“¿Me
extrañas?”).
La de ella.
Ramiro abrió
los ojos y con esfuerzo ladeó la cabeza hacia la derecha, la mancha ya estaba a
solo unos treinta centímetros de la cabecera de la cama y con cada corte del
televisor podía ver como se arrastraba por la pared. Ahora veía bien la sombra
de moho y tizne en la que se había convertido, y no le sorprendió encontrarle
como se le encuentra a las nubes, la forma de un esquelético encapuchado,
aunque este Señor no llevase una guadaña con él.
Ya todo era
más claro, pero no por eso más fácil. Porque ahora que sabía que todo este
tiempo había sido una maquinación de la
muerte para llevárselos a ambos no haría que pudiese zafar de ella con
facilidad, no desaparecería como una nube de vapor en el océano. Ella estaba
allí para llevárselo, y él se sorprendió pensando en que tal vez sería lo
mejor.
Pero había
hecho una promesa a su amada, y la pensaba cumplir.
Al poco tiempo
de haberse conocido Ramiro le había dicho a Gimena que le encantaría tener un
hijo con ella. Gimena se había sonrojado y preguntado porque decía eso si
apenas se conocían, Ramiro le contestó que no era necesario tenerla a su lado
diez, cinco o un año para darse cuenta de que lo que más deseaba era que su
hijo llevase la sangre de ella. Y le había gustado, porque sentía lo mismo que
él, no sabía si eso era estar enamorada o que, solo sabía que ella también
deseaba tener un hijo suyo. Entonces Gimena le había tomada la mano con
delicadeza y le había dado un beso en la palma, luego con lágrimas de felicidad
en los ojos le había hecho prometer algo.
“Prometéme que
si alguno de los dos no puede tener hijos vamos a adoptar uno”.
Y él se lo
había prometido de todo corazón, porque deseaba lo mismo que ella. Y ahora lo
recordaba, tenía que vivir para tener el hijo de ambos, porque mucho antes de
la promesa de muerte estaba la promesa de vida y debía luchar por lo que era y
lo que sería.
En medio de la
habitación el remolino se espesó aún más y se oyó un grito de dolor y
frustración que inundó el cuarto con sus tentáculos, y tomó ese grito como un
zumo de fuerzas. Respiró hondo y por primera vez desde que Gimena había muerto
deseó vivir, por primera vez desde que había dejado de saborear el aroma de su
piel Ramiro deseaba vivir con todas sus fuerzas.
Sacó energía
del fondo de su ser y algo también bajó del remolino en donde ahora solo había
una fuerza, la reconoció y toda la piel se le erizó, de la misma forma que lo
hacía cuando Gimena le daba pequeños besos en la base de la nuca.
Se levantó y
quedó sentado en la cama, el televisor dio un corte grande y la mancha en la
pared se replegó un par de metros. Desde donde la miraba ya no parecía tan
aterradora, pero seguía ahí. El aparato dio dos cortes más y la mancha volvió a
la posición de antes, apenas asomada por detrás del placard.
La televisión
se apagó y la habitación quedó a oscuras, Ramiro siguió sentado en la cama con
los pies cruzados bajo el cuerpo, pensando en Gimena pero sobre todo en la
promesa que debía cumplir. Y comenzó a sonreír, y la sonrisa fue risa y la risa
carcajadas. No sabía que le estaba haciendo gracia pero no podía dejar de reír,
y así se durmió.
Le costó mucho
tiempo y esfuerzo poder adoptar un pequeño, sobretodo porque era un hombre que
vivía solo. Y aunque el dinero que ganaba era suficiente las autoridades no
veían con buen ojo que un hombre joven y soltero (o viudo en este caso) desease
adoptar un pequeño. Le había llevado un par de años pero lo había conseguido,
muchos habían estado de acuerdo con él y otros no tanto. Pero lo importante era
que él estaba de acuerdo con él mismo, y solo él sabía porque lo hacía.
Y así tuvo a
su hijo, el hijo de ellos, el pequeño Luca de tres años.
Tuvo
oportunidades de mudarse a otra casa, pero odiaba las mudanzas, las aborrecía.
Por lo que él y Luca siguieron viviendo en esa casa.
- ¿Papá? –
dijo Luca mientras miraba televisión en la cama de su padre.
- ¿Sí mi amor?
- ¿Por qué no
sale esa mancha? – le preguntó levantando un bracito en dirección el placard.
Ramiro miró a
su hijo y un escalofrío le nació de la columna y se perdió en la base de la
nuca, entonces recordó los besos y sonrió.
- Porque es
como un recordatorio.
- ¿De qué?
- De que vale
la pena vivir – le dijo besándole la frente.
- Yo quiero un
recortorio también.
- Si querés lo
podemos compartir - le propuso, y el
pequeño lo miró con los ojos grandes y le sonrió.
Ramiro miró la
mancha que apenas asomaba por detrás del placard y la saludó, no era su amiga
pero tampoco su enemiga. Y algún día volvería para buscarlo y esta vez solo la
dejaría hacer su trabajo.
Fin.
Por
Walter Böhmer
30 de Octubre de 2003
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