La tumba tenía
sobre ella un ángel abatido, de lejos parecía que estaba descansando con sus
alas caídas a los lados y uno de los brazos extendidos hacia abajo mientras el
otro oficiaba de alivio para la frente. Los laureles tallados en el mármol que
caían de las manos del ángel seguían firmes a pesar del paso del tiempo.
No había nombres en esa tumba, la
lápida solo tenía una fecha: 1816 – 1965, yo nunca le habría prestado atención
a una tumba cualquiera, pero esa en especial me atrajo ya que era anónima.
“1816” pensé, “estamos en 2009, eso
serían… 193 años si no me equivoco”. Parecían muchos años, pero en realidad no
lo eran, en los museos había visto cosas con miles de años de antigüedad. Pero…
1816 – 1965, la persona que estaba enterrada ahí había muerto a los… 149 años,
eso era imposible. Me acerqué a la tumba y la examiné por los cuatro lados y
después me centré en la fecha, al parecer el ángel que descansaba sobre la
tumba se había hartado de buscarle una explicación, de cuidarlo.
¿Cuidarlo de qué?
La pregunta me invadió como una mano
que te toma de sorpresa por detrás. De pronto oí risas, y presencié como los
números nadaban frente a mí, los tres unos, el cinco, el nueve, el seis.
Parecían haber cobrado vida y saltado del mármol hacía mis ojos, todos los
números menos uno.
El ocho seguía grabado sobre la
tumba, quieto, infranqueable; con sus huecos como ojos sorprendidos.
Me quedé mirándolo mientras los
demás números danzaban a mí alrededor, cantando y riendo como si estuviesen en
una feria.
Sentí un grito entre las risas, pero
inmediatamente se esfumó, un grito que me sonó lastimero.
“Una advertencia”, me dije.
¿Advertencia de que?
Mire a mi alrededor y me asusté, ya
era de noche y yo todavía estaba en el cementerio, había ido a llevarle flores
a mi vieja y me había quedado mirando esa tumba sin nombre, con solo dos años
1816 – 1965, y un ángel abatido como guardián. La brisa nocturna sopló un poco
más fuerte, como un suspiro de un fantasma cansado de andar encerrado en esa necrópolis.
Se me erizó la piel, los números seguían girando sobre mí, pero recién pasado
unos cuantos segundos caí en la cuenta de que ya no danzaban, ni cataban, ni
reían.
Solo pasaban sobre mí.
El ocho se movió, lo vi caerse,
tumbarse de lado.
Ya no era un número, sino un
símbolo, era… ∞
Infinito.
Sentí un fuerte aroma a flores
silvestres acompañados por olor a cera quemada, mis ojos se cerraron y percibí
como perdía las fuerzas. Traté de levantar la vista justo al tiempo que el
ángel levantaba su cabeza apenas para mirarme con sus fríos ojos de mármol. Su
mirada era triste, de resignación.
El ángel no cuidaba a nadie, él solo
estaba cansado; obligado a ver.
Mis ojos jadeantes se iban cerrando,
logrando ver la imagen final de ese mundo, el último número de la tumba
cambiaba.
1816 – 1966.
Ahora somos 150.
Distinto, intenso, sorpresivo.
ResponderEliminarMe gustó.
Saludos.
Gracias Juanito. Un placer que ande por aquí
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