Aunque quería acostumbrarse no podía, eran los ojos,
había tenido desde chico miedo a los ojos muertos. Se hundía en ellos, creía
que un brazo de humo negro podría salir de ahí y llevarlo hacía los adentros.
Arrastrarlo al mundo de los andantes sin alma, de los purgantes, los vacíos.
Creía que sería una luz mala. Pero el arriero debía cumplir el trabajo del
patrón o no comía, de tripas corazón, colgar el cuero de oveja en la montura y
salir galopando mientras los cascos levantan polvareda que se arremolina detrás
como la cola de un cometa.
Lo
sigue el perro, sin nombre, era su simple compañía. El perro flaco que se
alimenta de lo que puede, como el carancho, como casi todos por esos pagos.
Pero
comer de un bicho que encontró muerto no era la mejor idea, más si no
encontraba signos de que alguien lo había matado recientemente, podría contraer
alguna enfermedad. No. Mejor no comerlo, “a lo sumo llevar pa’ hervirlo y
engullirlo con pan con chicharrón”, pensaba.
Agarró
el facón que llevaba en la espalda, al costado de la cadera, el filo lanzó un
brillo al darle el sol de pleno mientras su perro olisqueaba la sangre seca de
la vaca muerta. Los caranchos revoloteaban y graznaban quejándose de la visita
indeseada.
Clavó
la rodilla al suelo a un lado de la vaca, la lengua sobresalía de entre la
dentadura inmensa, miró hacía adelante y con la vista periférica buscó los ojos
muertos. Debía arrancarlos de cuajo y guardarlos junto a los otros, sacarlos
antes de que lo arrastren en su vacío, arrojarlos al saco de cuero.
Un
carancho graznó desde un espinillo y se levantó una pequeña brisa calurosa,
pasó a un lado suyo como la exhalación de un horno a leña, igual al eructo de
un bicho de fuego.
Se
levantó muy despacio, sin intenciones de alterar a los pájaros ni a los
espíritus, limpió el filo del facón en la gramilla manchada de rojo y levantó
la vista al cielo. Un nubarrón cruzaba lentamente el cielo azul como una mancha
de tabaco masticado en medio del patio, la nube le pareció una vaca muerta,
quizá era su propia cabeza que le jugaba malas pasadas. Se sintió un poco
mareado, sintió que el estómago le daba vueltas en si mismo, estiró la mano
buscando algo donde asirse pero no encontró nada y cayó al piso. La bolsa de
cuero se le escapó de la mano mientras el facón se le clavaba en el costado,
esa mezcla del frío del filo y el calor de la sangre propia le arrancó un
escalofrío, el de la muerte era quizá.
Se
tanteo el costado herido, el dolor no era tanto, pero al mirarse la mano empapada
en sangre supo que era grave. Ahí en el piso, tratando de arrastrarse para
llegar al caballo, pensó en los ojos de la vaca. Fue como si pensarlo los
transportase, aparecieron frente a él, saliendo los dos de la bolsa de cuero,
“una bolsa con ojos muertos”.
Fue lo
último que vio, esos ojos blancos y sueltos escapando del escondite, fue lo
último que vio sin morir.
Ya sin fuerzas sintió como los caranchos se abalanzaban
sobre él, sobre su rostro, sobre sus ojos. Solo el perro intentó detenerlos con
un ladrido famélico, pero al final, se terminó uniendo a ellos; después de todo
se tienen que alimentar con lo que encuentra, como los caranchos.
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