Amar no era lo
mejor que sabía hacer, amar era lo peor que le podía pasar.
Sentado en la
esquina más espesa y oscura del callejón jugaba con el reflejo de una lejana
luz sobre el filo de su cuchillo.
Había llorado,
lágrimas que no le eran extrañas, pero nunca había llorado por amor. Había
sufrido maltratos físicos, había vivido prácticamente encerrado en una fría,
húmeda y olvidada habitación; comido sobras, bebido agua sucia, respirado
dolor.
Y llorado,
había llorado prácticamente desde que tenía memoria.
Pero nunca por
amor.
Dolía más que
los latigazos.
Más que el
hambre.
Que el frío.
Dolía más que
el propio dolor.
Ella lo había ignorado, porque
estaba seguro que sabía de él.
Pero nunca
más, podía ser un monstruo, un deforme que come basura y que duerme sobre sus
desperdicios. Pero tenía corazón, todo eso no consentía el destratarlo, hacer
de cuenta que no existía, todo el mundo lo hacía, pero a ella no se lo
permitiría.
Lo iba a
pagar.
Había
conseguido el cuchillo en la cocina del convento, lo había elegido
sigilosamente mientras la imagen de su belleza le arrancaba más sollozos y lo
enterraba.
Lo había
llevado hondo, el calor del cuerpo y el frío del olvido, subiendo a las puertas
del paraíso para salir por la de servicio, hacia el infierno. Del recuerdo de
las risas al llanto del mismo, lo llevó de ser un niño de luz a un vejestorio,
eterno otoño, sus hojas, arrugas, disimulado amor y externo dolor.
Amar no era lo
mejor que sabía hacer, amar era lo peor que le podía pasar.
Sentado en la
esquina más espesa y oscura del callejón jugaba con el reflejo de una lejana
luz sobre el filo de su cuchillo.
Y recordaba.
No había
conocido a sus padres, lo habían abandonado al nacer, y él suponía que era por
su aspecto, que al ver a su hijo deberían de haber pensado que era un monstruo
(él lo pensaba). Por lo que consideraba que había nacido cuatro horas después
de su nacimiento natural, y lo había hecho frente a las grandes puertas dobles
de la Catedral
de Notre Dame, un viernes que la lluvia intento borrarle el rostro y la joroba.
Inútil
intento.
Desde ahí
tenía plena vista de la plaza, de las personas que iban desde un lugar que no
conocía a otro que solo imaginaba. Algunos iban serios, otros riendo, en
parejas, solos o en grupos, con sus ropas de colores, con las caras limpias y
sus cabellos brillantes, ¡usando zapatos!. El veía desde las alturas todo
aquello y soñaba con al menos ser ese perro marrón manchado de blanco, con sus
orejas caídas y sin una pata trasera; pero que era libre y nadie lo juzgaba,
nadie lo pateaba a su paso, nadie arrugaba la cara de asco al verlo.
Al menos ese
perro era libre de todo pecado, y no como él que era portador de una enfermedad
que no tenía cura.
Hasta que
llegó ella.
Estaba en el
torre, limpiando una de las campanas con la velocidad propia de la monotonía,
sus pensamientos viajando por un velo blanco sobre una barco de silencio que
surca un río de lastimas.
Escuchó los
pasos resonar sobre el linóleo de la catedral, esos pasos que oía todos y cada
uno de sus días, ecos resonantes que buscaban refugio en sus oídos y lo
atormentaban por las noches. Pasos en busca de perdón, de consejos, de
oraciones que limpien el alma de todo pecado, pasos que entraban dubitativos y
salían con la energía que le daba el perdón y la esperanza.
Creyó desde
siempre, que solo lo conseguían los pasos que llevaban zapatos, que el eco
debía repicar en la cúpula del santuario, y él nunca tendría zapatos, sus pies
acostumbrados al frío del suelo, a las asperezas y las espinas nunca tendrían
zapatos.
Quizá en el
cielo.
“Pero no
existe”, se decía a pesar de vivir en la casa del Señor. “No existe ese lugar
sino en el alma, y la mía es sucia”, se repetía hasta el hartazgo, frases que
se incrustaron en su mente a fuerza de latigazos.
Pero no solo
oyó esos pasos a los cuales no les prestó importancia, sino que un sollozo se
elevó por los cristales, escalando los flojos ladrillos de la torre, resbalando
en la humedad hasta llegar agotado a sus oídos. Un dulce sollozo, cálido y
fresco a la vez, un halito que lo embriagó de inmediato.
Dejó caer el
viejo y sucio trapo de sus manos repletas de verrugas y se asomó al precipicio
de la abertura del campanario, las tablas crujieron cuando se agazapó sobre
ellas.
El tibio
llanto lo envolvió y lo hizo estremecerse.
Solo el
ermitaño frío de París lograba algo así.
Por un momento
olvidó todo, los males, las burlas, el frío, la indiferencia, los latigazos,
sus pies descalzos, la joroba y sus arrugas.
Su mente se
despistó, perdió la noción del tiempo, se esfumó el blanco, ya no existía más
que la nada. Sus pensamientos se habían borrado, su conciencia dispersa se
evaporó, solo lo acompañaba el dulce sollozo amplificado por la cúpula y la
soledad de la Catedral
a esa hora.
Cuando
despertó del trance estaba acurrucado a la pared de la torre, abrazando el
trapo y los andrajos mojados de lágrimas.
Había llorado.
Había
olvidado.
Había probado
un trozo del paraíso.
“Quizá si
existe”, se dijo, y volvió a llorar. Sobretodo por miedo a nunca más volver a
oír ese dulce y tibio llanto.
Pasaron los
días, las semanas, los meses; y todas esas horas que las componen pensó en esa
noche en el campanario, sus hábitos habían cambiado, dormía más de día para
poder estar de vigía las noches. Hubo más lamentos, todos los días alguien
lloraba, pero no era el que despertó la ilusión en ese corazón que nunca había
probado la esperanza.
Ahora se
animaba a estar más cerca de la gente, por las noches bajaba de la torre y
recorría el santuario por algunos minutos, luego fueron un par de horas para
después esperar a que las puertas se cierren para bajar y caminar por el lugar
saboreando el aroma de las velas ardiendo, sentir con las yemas de los dedos
los bancos que recibían las plegarias.
Y las noches
le parecieron demasiado cortas.
De la
lavandería tomó una vieja sotana que nadie extrañaría y le agregó una capucha,
pero lo más difícil, si quería pasar inadvertido de día dentro de la catedral
rodeado de cientos de feligreses, era esconder la joroba.
Luego de
muchos intentos fallidos por esconder la horrible protuberancia se dio por
vencido, pero no dejaría de intentar mezclarse ante la gente normal, quería
saborearlos, verlos de cerca y tal vez llegar a entender porqué lo odiaban
tanto.
Decidió que lo
mejor era esperar a que abran las puertas e inmediatamente y sin que ninguno de
los clérigos lo notase, colocarse en uno de los primeros bancos en posición de
oración, quizá de esa manera no se notase tanto la joroba, siempre y cuando se
mantuviese inclinado.
Y así lo hizo.
Minutos antes
del mediodía y cuando la afluencia de oradores disminuía considerablemente se
escabullía hacía la torre para aguardar la comida que le era alcanzada por un
elevador de madera hecho con poleas, el contacto con los curas se había
reducido a eso y ordenes de limpieza impartidas a gritos desde lejos. Luego
bajaba y con mucho cuidado volvía a colocarse en uno de los bancos, con la
cabeza gacha y las orejas bien paradas para poder oír las plegarias, quería
saber que los impulsaba, que cosas les remordía la conciencia, que les sucedía
todos los días a esas personas, que los impulsaba y sobretodo, cuales eran sus sentimientos.
Tanto se sumió
a esa investigación de la raza humana, un ensayo escrito mentalmente por una
persona que no era considerada tal, un hombre que era monstruo, tanto escuchó
que olvidó porque había bajado.
Hasta que una
noche, antes de retirarse al campanario, volvió a escuchar esos sollozos que
meses antes lo habían impulsado al atrevimiento de invadir un espacio que no
era el suyo.
Estaba
agachado, con la vista clavada a la madera del banco de enfrente que cruzaba
por debajo y que era utilizada para apoyar las rodillas al momento de orar,
cuando un escalofrío le volvió a correr por el cuerpo.
Ahí estaba,
delante de él, a solo unos metros.
Era una mujer,
aunque lo sabía, la duda estaba presente.
El pelo negro
brillante le llegaba a la cintura, llevaba un vestido gastado y algo sucio.
Pero el llanto
era puro, blanco, intenso.
La escuchó
llorar todo el tiempo, intentó oír sus rezos, pero los susurraba tan bajo que
apenas le llegaba un esbozo de palabras.
Hasta que se
levantó y se fue.
Despertó del
nuevo trance, ella no estaba, pero volvería. Siempre vuelven, los pecados
caminan entre los humanos como el aire que respiran.
Y volvió.
Y se fue.
Y volvió.
Hasta que no
pudo soportar más tener que verla solo cuando sus recaídas y súplicas le
colmaban el alma hasta rebalsar.
He hizo lo que
siempre le habían prohibido, lo que se había jurado nunca hacer.
Salió de la Catedral.
La siguió,
todas las veces que ella visitaba la Catedral para orar o pedir perdón, él la seguía.
Cruzaba la plaza atestada de hombres, mujeres y niños, globos, carros con
comida que nunca había probado, risas, aleteo de palomas, olor a bosta y
caramelo. Pero él solo la seguía a ella, no prestaba atención a los ojos que lo
escrutaban a su paso, los pequeños gritos de horror cuando su capa permitía
apenas mostrar sus cicatrices y su labio caído.
La gente ya
había empezado a hablar, corría el rumor por Paris que un monstruo caminaba
entre los humanos. Algunos juraban haberlo visto y otros reían incrédulos, pero
interiormente el miedo había afectado a todos.
Sentado en la esquina más espesa y oscura del
callejón jugaba con el reflejo de una lejana luz sobre el filo de su cuchillo.
En ese momento
el arma parecía tener el peso del ancla de un velero que navega contra la
corriente. No podía dejarla existir, no después de lo que le había hecho vivir,
de los sentimientos que había guardado tras miles de candados y que ella había
liberado.
No después de
haber jugado con sus sentimientos, él sabía que ella lo había visto. Tenía la
certeza que esa mujer llamada Esmeralda se percataba que cada vez que ella iba
a la Iglesia,
él la seguía hasta su casa, y luego al restaurante en el cual trabajaba.
Ella sabía,
estaba seguro.
Y nunca había
volteado para hablarle, para preguntarle como estaba su alma, su corazón. Para
preguntarle como era el espíritu que vivía bajo esas escamas, tras esa joroba.
La vio salir
al callejón, con la cabellera negra brillante, con el delantal manchado. La vio
salir al callejón para quedar inmóvil en medio de la humedad y las penumbras.
Solo una luz lejana intentaba dar vida a esa calle olvidada, solo una luz
lejana pretendía entrar en las fauces de la locura.
El jorobado
levantó el cuchillo a la altura de su estómago y dio un paso hacia ella. Caminó
pesadamente sin entender porqué no se movía, preguntándose si sabía que estaba
ahí. Claro que sabía, ella sabía que él la seguía, pero nunca había intentado
hablarle, ¡¡¡nunca!!!.
—Te estaba
esperando— dijo Esmeralda sin voltear.
Quedó
petrificado.
Le había
hablado, por fin se había dado lo que tanto había soñado.
Alguien más
sabía que existía, no era un fantasma deforme que arrancaba solo gritos a su
paso.
Ella le había
hablado, la primer persona que lo hacía fuera y sin gritarle.
Bajó el
cuchillo y levantó su callosa mano hacia ella, en ese momento la mujer volteó
para encontrarse con sus ojos.
Esmeralda
abrió grande los ojos, el miedo se había apoderado de ella, aunque la policía
le había dicho que tratase de mantener la calma, pero ellos no estaban ahí, era
ella quién enfrentaba a ese monstruo.
De sus ropas
sacó el arma y juntando fuerzas disparó hacia la aberración que extendía una
mano hacia ella, un deforme que la seguía desde hacia meses, un degenerado que
seguramente intentaba violarla y seguro, matarla luego.
El jorobado
sintió el calor de la bala entrar en su carne, la mujer que le había despertado
aquellos sentimientos ajenos, ahora le dormía la vida.
—¿Porqué?—
alcanzó a susurran mientras caía.
La respuesta
era sencilla...
Porque amar no
era lo mejor que sabía hacer, amar era lo peor que le podía pasar.
Este relato me dio satisfacciones hace varios años, es un poquito largo, pero lo quería compartir con ustedes.
ResponderEliminarBuen fin de semana y feliz primavera!!!!
A mí me gusta que sea extenso, es verdad que para las 'reglas' del universo bloguero no es lo adecuado, pero el que tenga ganas de leerlo lo va a hacer de todos modos.
ResponderEliminarMe llegó tu relato, porque me pasa algo particular con los personajes que creó Víctor Hugo, es un escritor que me conmueve.
Pero aquí el importante es Walter, así que aplausos para él: el autor.
Un abrazo.
HD
Por eso la aclaración de que es un poco largo, pero como decis vos, el que tenga ganas de leerlo lo hará... En particular a mi me gusta este personaje sufrido y abominable para la percepción de las personas "normales" que lastiman de otra forma mucho más cruel que la visión.
EliminarMuchas gracias por el comentario Humberto.-
:)
Excelente Walter. ¡Qué final! Me creo que te diera satisfaciones. Yo me voy un poco emocionada. "Amar era lo peor que le podía pasar"... Tremenda conclusión.
ResponderEliminarBueno, pues te deseo feliz primavera desde mi recién estrenado otoño. Tú te elevas sobre el canto alegre de los días, yo, ahora estoy en el dulce declive de ellos.
Besos y buen fin de semana
Feliz otoño MJ, que cada una de las estaciones tienen lo suyo. Particularmente amo el otoño, disfrutalo por mi.
EliminarGracias por el comentario.-
:)
Muy buen relato Walter. Qué historia tan triste la de este personaje que por amor se siente audaz, abandona la soledad y olvida en cierto modo su condición de apestado; algo de luz ilumina durante algún tiempo su esperanza de que las cosas pudieran ser distintas, tal vez, que no fuera tan importante su aspecto, que se mirara más allá, a su interior. Pero se equivocó.
ResponderEliminarGracias Zavala.
EliminarHay veces que la luz al final de tunel es un tren que viene a toda velocidad y otras es la esperanza para que el alma siga viviendo.
Muchas veces las cosas que esperamos sean distintas terminan siendo peores, es la vida que no siempre nos mesajea el alma, sino que nos estruja y nos tira a un lado del camino mientras los demás transitan sin problemas.
Abrazos.-
:)
Me ha gustado mucho. Amar es tan difícil...quizás los humanos (deformes o bellos) no estamos hechos para amar con tanta potencia.
ResponderEliminar1beso.
Muchas gracias Laira, ¿será el amor en tiempos de cólera?, la perseverancia del amor no siempre tiene un final feliz.
Eliminar:)
Es una palabra que casi nunca digo. Creo que es tan bella como dolorosa. Y tu relato lo demuestra. Tambien la vida, claro.
ResponderEliminarUn verdadero placer la lectura. Perdí la noción del tiempo leyendo...
Saludo enorme, Walter.
Muchisimas gracias Luna por tu comentario... es de los que llenan.
EliminarSaludo igual de enorme.-
:)
Muy, muy bueno.
ResponderEliminarDescripciones de los sentimiento de la mejor manera: atrapando al lector.
Un doloroso cierre del relato, pero ideal para todo lo que fue la trama hasta allí. Y qué buena idea la de incluir la frase final (creo que se repite tres veces en el texto, ¿no?): su repetición le da, aún, más fuerza a la conclusión.
¡Saludos!
P.D.: a mí me gustan los relatos largos. Es más, el primer borrador de cada cuento lo escribo a mano alzada, sobre el papel, y es muy difícil que baje de las cuatro o cinco páginas (que luego se vuelven unas seis páginas en el Word...)
Juanito, lo de la frase creo que da bien con el efecto que quería, pero a decir verdad el texto mismo fue quien lo incluyó, se escribió practicamente solo.
EliminarYo antes escribía mucho a mano alzada, tenía cuadernillos y cuadernillos escritos, ahora (quizá por pereza) solo uso el Word.
Gracias por el comentario amigo!
Es como dice Humberto, a quien le interesa leer, lee, aunque no sea lo corto que se supone que debe ser para un blog...
ResponderEliminarMuy bueno el relato, las veces que estuve en Notre Dame siempre me acordé del jorobado, es un personaje que me encanta y me genera un montón de sentimientos.
Saludos
Eva, envidio tus visitas a tal lugar. El jorobado muestra muchas veces nuestra misma miseria encarnada en deformidades del cuerpo que bien podrían llegar a ser del alma.
EliminarSaludos y gracias por comentar!
De los relatos que he leído este es que más me ha gustado. Es interesante como el personaje principal se deja llevar por los comentarios de los demás y acaba sacando a la luz el monstruo que lleva dentro, matando la poca humanidad que le queda.
ResponderEliminarSaludos
Gracias Sátiros, ese jorobado es interesante como las desgracias mismas que vemos a diario, solo que hay tanta oscuridades y grises que lo hacen mas lúgubre.
EliminarSaludos