El
pitido seguía ahí, no tan fuerte, pero se hacía notar lo suficiente como para
sentirse un poco mareado. Veía hablar el psiquiatra que movía las manos
incesantemente y mientras lo hacía, veía el círculo amorfo con miradas perdidas
que intentaban prestar atención, o como él, saber que mierda hacían ahí. Veía,
pero no escuchaba.
Tenía miedo, estaba aterrorizado a
decir verdad. Las conversaciones de sus voces lo estaban poniendo muy nervioso,
sobretodo lo que decía una de ellas. Necesitaba ayuda, pero creía más en un
exorcismo que en esa ayuda de grupo, su presentimiento del desastre era muy
fuerte y se estaba potenciando desde que había comenzado las sesiones con el
psiquiatra. ¿Pero a quién decirle?, con sus padres no podía hablar, solo se
cruzaban las palabras necesarias; su padre parecía escapar cuando podía y su
madre estaba hecha un trapo de piso viejo, pero debía hacerlo.
En dos meses y medio de asistir al
montón de locos, había llegado a esa conclusión, hablar con sus padres y dejar
el grupo, pedirles que busquen otra forma de ayudarlo. Les diría lo que querían
oír, que estaba enfermo y necesitaba asistencia, pero de otro tipo.
Y lo haría ahora.
Bajó las escaleras y fue a su
encuentro, ambos estaban en la cocina. Se paró en la puerta y los observó un
instante, su madre lavaba la cocina, con las manos llenas de espuma y la mirada
sumida en los cubiertos sucios; su padre estaba sentado a la mesa, hojeando una
revista de computación, como siempre en el más hermetismo silencio. Recordó cuando era chico, las risas y las palabras
corrían por esa casa, su padre le jugaba en todo momento mientras ella los
miraba sonriente. Hoy a su casa solo tendrían que cambiarle el número por una
lápida y dejar flores de plástico en la entrada.
–Hola – dijo apenas.
Su padre lo miró con los ojos bien
abiertos, extrañado de que su hijo les dirigiese la palabra, cosa que no
sucedía directamente. A su madre se le escapó un vaso que golpeó con algo en la
batea y se rompió. Pero ninguno de los dos respondió el saludo, el silencio era
incómodo, pero supuso que lo era más para ellos, por lo que añadió.
–Necesito hablar con ustedes.
Los ojos de su padre se
cristalizaron inmediatamente y su cuerpo quedó rígido como si lo hubiesen
empalado a la silla, su madre no mostró signo alguno.
–Sobre mi enfermedad – dijo
intentado que sus padres despierten del hipnotismo.
–¿Y qué es lo que querés hablar? –
manifestó el padre dejando lentamente la revista sobre la mesa. – Digo, sobre
qué de tu enfermedad.
Tragó saliva, que su padre lo
tratase de enfermo mental era algo para lo que tal vez no estaba preparado. Las
últimas palabras que le dijo le quedaron rebotando en la cabeza como una bocha
en un flipper… “sobre qué de tu enfermedad…
enfermeedaaadddd”
Su padre lo miraba fijamente pero en
silencio, su madre, se había transformado en un manchón grisáceo frente al
lavaplatos, como un borrón que casi agujerea una hoja Rivadavia en un cuarto
grado. De su padre se levanto como un aura mientras el cuerpo seguía sentado,
vio como se elevaba del lugar una parte de él, como un fantasma pero más real.
El fantasma se giro y enfrentó al
cuerpo que acababa de dejar.
–Nunca te quiso de verdad. Tal vez
si al principio un poco, cuando eras bebé. Pero cuando empezabas a hablar solo
no, ahí ya no. Te miraba con recelo, yo lo veía y lo escuchaba hablar con sus
hermanos de vos. Nunca se animó a hablar con tu mamá de eso, ni con vos. Pero
afuera sí hablaba, y como. Con todos. A todos les decía que tenía un hijo que
hablaba solo. Que estaba loco.
–¡¡¡No es verdad!!!– gritó en su cabeza.
No podía ser cierto, no debía serlo. Su padre hacía tiempo había dejado de
tratarlo como antes, pero sabía que era miedo a su enfermedad, no a él. Lo
presentía.
–ES VERDAD – gritó fantasma. –Yo sé,
no vos. Yo estoy acá adentro – dijo golpeando en el aire la sien de su padre.
Toda la imagen era gelatinosa y el
olor a goma quemada avanzaba como aliados el día “D” en Normandía, la imagen se
alejó y él se vio atado. Amordazado en un vano intento de escapar de ese
instante. Lo que sucedió después lo llevó lejos de su casa y de sus padres,
lejos de la realidad.
El olor incesante a pino lo aturdía, no entendía la
necesidad de aromatizar todo el lugar con esa esencia; mezcla abominable con
los productos para lavar los pisos y el fluido Manchester que parecía ser la
solución a las plagas como las cucarachas y las ratas dentro de todas las
instituciones públicas.
Mateo estaba sentado con las piernas
cruzadas bajo el cuerpo, dejando un hueco en el colchón de veinte centímetros
de espesor en el cual dormía. En el lugar solo había tres personas en ese
momento; él, un viejo de unos setenta años instalado en una silla de ruedas
frente a uno de los ventanales con la cabeza ladeada y la vista perdida en la
claridad del exterior y el moreno ordenanza que lentamente terminaba de trapear
el gran dormitorio.
–¿Todavía no te acostumbraste
pichón? – dijo el moreno al volver con el balde en una mano y el trapeador en
la otra.
Mateo
lo miró, no estaba triste de estar ahí, ni de que sus padres lo hayan llevado.
Se sentía solo, pero no triste.
“Nunca vas a estar solo”, le dijo
una de las voces.
–Cuesta acostumbrarse a un lugar
nuevo – dijo al fin.
–Sí. Pero este no es un lugar nuevo
común – le indicó parándose frente a él. – En estos lugares tenés que aprender
todo de nuevo, si te quedas acá quieto como rulo de estatua, no vas a aprender
nada y te va a costar cien veces más. Deja de pretender que te va a venir a
buscar en cualquier momento. Eso no va a pasar – le anunció con aparente
crueldad. – Acá no vienen a buscar casi a nadie.
Sus miradas siguieron conectadas por
unos segundos más, cada uno esperando que el otro dijese algo, al ver que eso
no sucedía, el ordenanza le guiñó un ojo y salió silbando Violeta, de Alcides.
Del episodio que lo llevó a ese
lugar recordaba poco y nada, una pelea con sus padres por lo que podía deducir;
pero era confuso. Lo que si recordaba en una maraña demencial era su llegada a
ese lugar, iba atado con las manos a la espalda mientras un hombre de pocas
pulgas lo llevaba de la nuca apretando con firmeza. Sentía el vaivén del
vehículo, el ronronear del motor y el sonido de las piedras bajo las ruedas, en
su cabeza un griterío le obligaba a cerrar los ojos con fuerza mientras
lágrimas de impotencia le recorrían la cara. Sus fuerzas lo iban abandonando
lentamente, apreciaba como sus músculos adoloridos querían darse por vencidos
en medio del escándalo de sus voces.
La impotencia ante todo.
Cuando las puertas de la camioneta
se abrieron un sol abrazador se abalanzó sobre él, ya no recordaba en que mes
del año estaba pero suponía que era verano. La claridad también invadió el
interior de sus ojos que mantenía fuertemente cerrados, no quería ver nada de
lo que sucedía alrededor, y escuchar entre las voces que no dejaban de
parlotear le era difícil. Estaba siendo transportado dentro de una pelota de
plástico, exiliado de la realidad, embutido en un mundo paralelo.
Sentía como lo arrastraban, la punta
de sus zapatillas apenas rascaban el suelo, apreciaba la vibración que se le
instalaba en las rótulas. Oía otras voces a su alrededor, provenían de todos
lados, algunos gritos, ordenes, mujeres, hombres, pájaros, perros. Si le
hablaban a él no tenía idea, ya no sabía si las voces venían de dentro o fuera.
La mano en la nuca se mantenía con firmeza, aunque ahora dos manos más lo
sujetaban por debajo de las axilas.
En un momento creyó que había
gritado, pero no estaba seguro, como también que se había meado encima. El
clima de pronto se puso húmedo y considerablemente fresco, sus pies ya no
vibraban ante el constante choque de su calzado con la tierra y las piedras,
ahora se deslizaban por un suelo uniforme donde los pasos repiqueteaban en su
sien volviéndose un tamborileo atronador.
Las manos que lo sujetaban aflojaban
y apretaban, pero la que más dolía era la mano que le oprimía la nuca, ya
sentía un calor agobiante en el cuello, como si el fuego se extendiese por la
piel como un virus hambriento.
De repente las manos lo soltaron.
Las voces callaron.
El eco se esfumó.
Todo era silencio, salvo el penoso
silbido del viento entrando por alguna ventana mal cerrada.
Solo restan 2 capítulos...
ResponderEliminarAhora el abandono...Quizás siempre estuvo solo.
ResponderEliminarHasta el próximo capítulo.
Parece un viaje por los sotanos del subconsciente, donde todo es confuso, oscuro.
ResponderEliminarUn saludo y buenas noches desde mi orilla.
Muchas gracias MJ... escribirlo fue todo un viaje también :)
ResponderEliminarSe mantiene perfecto el suspenso por lo que vendrá...
ResponderEliminarNos seguimos leyendo.
Saludos...