–Hola
Mateo – oyó que le decían. La voz era calma, suave y raramente familiar.
Pero
no abrió los ojos, los mantenía cerrados con fuerza.
–Estamos solos – le dijo. –Les he
pedido que se fueran así podemos charlar un poco, tranquilos – Mateo no se
movió, su respiración era más controlada, pero seguía aterrado. – Hoy has
tenido un episodio en tu casa, con tus padres. ¿Te acordás de algo de lo que
pasó?.
La voz era tranquilizadora y su
cuerpo comenzaba a agradecerlo, los agarrotados músculos se fueron aflojando a
medida que las palabras entraban en él. Ya no sentía la opresión en el pecho,
el griterío había disminuido casi por completo, pero seguían ahí. Lentamente se llevó una mano a la
nuca, dolía, supuso que debía tener una interesante marca.
Otra de las cosas que no le agradó
fue… “dejemos eso para otro día”.
–Podés abrir los ojos si queres – le
dijo la voz.
No sabía si quería hacerlo o
prefería seguir así, sumido en ese mundo que no llegaba a ser de penumbras,
dejando apenas que la claridad de los fluorescentes penetre levemente la piel
de los parpados y siga transformando todo en un suave naranja.
–Prefiero tener los ojos cerrados –
dijo el chico al fin.
–Como quieras Mateo, como estés más
cómodo.
“Más cómodo estaría en mi casa”, se
dijo, o tal vez se lo susurró una de las voces. Quizá fue Carolina, siempre
tratando de que esté en un ambiente agradable, a salvo de la locura de las
otras voces, y hasta de sí mismo.
–¿Recordas algo de lo que pasó hoy
en tu casa Mateo? – le preguntó la voz que se dio cuenta era de una mujer,
ahora que estaba más calmo y el aturdimiento del griterío hacía que su sentido
esté más aliviado.
Abrió la boca para decirle que
simplemente había bajado de su habitación para hablar con sus padres de un
problema que tenía, un problema que tal vez hablándolo con ellos podía llegar a
desaparecer. En algunas noches que había pasado despierto o nadando entre el
sueño y la realidad de la noche fría, pensaba que si hablaba con ellos de su
problema obtendría alguna solución o quizá ellos podrían aprender a vivir con
eso. Formar una gran familia entre todos. Pero cerró la boca de inmediato, un
brillo comenzó a gestarse en un punto lejano en medio del suave naranja de sus
parpados, una pelota diminuta que se acercaba emitiendo un silbido finito.
Luego, el silbido fue tomando fuerza transformándose en unas ruedas de hierro
raspando unos oxidados rieles y la bola brillante estalló. Millones de
esquirlas se esparcieron por doquier y una figura gris y difusa se alzó por
entre ellas, como un reflejo sombrío en un baldío repleto de espejos rotos.
“Yo
sé, no vos… yo estoy acá adentro… Nunca te quiso de verdad. Tal vez si al
principio un poco, cuando eras bebé”, la figura crecía con su gris
llenando todo el lugar de ese ponzoñoso color, atestando el espacio de una
calurosa humedad parecida a la que experimentó en el despacho del psiquiatra la
primera vez que fue.
La figura se alzaba sobre él, amenazante.
Riendo entre dientes, una risa siseante, como de una serpiente imperiosa.
Sintió miedo y a la vez recordó que algo había sucedido con sus padres, y no
era nada bueno. Pero no alcanzaba a recordar que era lo que había pasado, solo
intuía fuertemente que algo no estaba bien.
–Yo… no estoy seguro – le dijo. ¿O
lo pensó?.
Advertía el calor en sus ojos, ese
sudor ardiente que crecía desde sus parpados y se expandía por la nariz y la
frente, como planos tentáculos de un pulpo de lava.
“Yo
sé, no vos… yo estoy acá adentro”.
–No estoy seguro – dijo y comenzó a
llorar, se llevó las manos a los ojos ardientes y se los frotó. El eco de la
figura retumbaba en la sien y las lágrimas trataban vanamente en enfriar su
piel. Esperó sentir la mano de la mujer rodearlo por los hombros, y unas suaves
palmadas en la espalda, tal vez diciéndole que estaba bien que llore y se
desahogue. Pero ella se quedó muda.
Entonces, abrió los ojos.
Dolió. No como duele cuando te pegan
una trompada en la cara, ni como cuando te martillas el dedo en vez del clavo.
Fue un dolor dulce y extraño, como apoyar el pie dormido sobre una baldosa
helada, o quemarte los labios con café caliente.
La visión del lugar tardó en
aparecer, primero vio unas cortinas blancas mecerse por una brisa que ingresaba
por la ventana abierta, apareció el marco, la pared; pudo darse cuenta que en
realidad era solo una hoja de la ventana que estaba abierta. Afuera caía la
noche, una nube oscura pero para nada amenazante cruzaba el firmamento celeste
opaco y debajo de ella se iba tiñendo de un naranja fuerte. Por la ventana
entraba esa brisa fresca y pura que jugaba con sus pelos y acariciaba su
rostro. Le hubiese gustado ver el sol ponerse en el horizonte y no los altos
edificios que se lo impedían, le hubiese encantado fundirse con él y
desaparecer entre sus rayos, que lo acunen hasta que sus huesos fundidos vuelen
en cenizas libres.
Pero eso no pasaría.
Los ojos dolían, la piel parecía
arder y él estaba en un hospital para locos. Lo sabía, podía estar mal de la
cabeza, pero no era boludo.
–¿Estás mejor? – preguntó la mujer.
Se había olvidado por un instante de
ella mientras observaba el atardecer, movió la cabeza un poco a la izquierda
intentando no desplazar los ojos que aun dolían.
Cuando la vio entendió porque la voz
le parecía conocida, no era que ella hubiese hablado mucho con él, pero lo
había hecho lo suficiente como para que le sonase familiar. En realidad no lo
hizo directamente con él, sino con el grupo. Era Lucrecia, la morocha que había
conocido en el grupo del Sr. Scatularo, pero ¿no era ella un paciente? ¿Que
hacía ahí con él?.
Ella le sonrió, como adivinando sus
pensamientos. Su rostro era dócil, el pelo negro y lacio caía como una cascada
de brea sobre los hombros, sus ojos eran profundos, del mismo color del cabello
y contrastaban con el pálido de su piel que a la vez resaltaban los labios.
–¿Vos no…?
–¿Estas mejor? – volvió a preguntar
Lucrecia ensanchando apenas la sonrisa.
–Un poco, sí.
–Me llamo Lucrecia Ramirez – le
dijo. – Soy Psiquiatra.
El fuerte olor a pino lo devolvió de
los recuerdos, le penetraba en los pulmones como acido de baterías. Lo que le
había dicho El Negro antes de salir era verdad, no podía quedarse ahí esperando
que algo suceda; tenía que lograr salir de ese lugar por sus propios medios.
Un cosquilleó detrás de la nuca le
erizó la piel y las voces se inquietaron.
De a poco empezó a caminar los
pasillos, a ir con más frecuencia a la sala de juegos o al comedor (que era el
mismo lugar, solo que quitaban o ponían las mesas de juegos dependiendo el
horario). Todo iba relativamente con normalidad, hasta que lo vió a José Luis,
el de las gafas pasadas de moda del grupo, creyó que lo había confundido.
Estaba un poco más gordo, aunque no mucho, llevaba la barba de semanas y un
ambo blanco. En una de las manos portaba una tablilla para hacer anotaciones de
vaya a saber uno de que cosas y en la otra una birome. Se fregó los ojos con
fuerza, tal vez el cansancio le hacía confundirse, pero no, porque también vio
al gordo de barba rojiza, estaba dentro del cubículo de las enfermeras
resguardado tras los barrotes y repartía las pastillas.
Todo era muy extraño, Lucrecia al
parecer era doctora y José Luis con el gordo aparentemente trabajaban ahí; pero
todas esas cosas no tenían sentido. Ellos estaban enfermos, como él, habían
sido parte del grupo de Scatularo.
¿O
no era así? ¿Y si en realidad el grupo nunca existió, si todo eso no fue más
que un invento de su enfermiza cabeza? No podía ser, a ellos ya los conocía de
antes. ¿Y la rubia, la hermosa mujer de cabellos dorados?
“¿No te das cuenta que esto es un
juego perverso que te están haciendo?, nos quieren expulsar y…”
–¿Expulsar? – dijo Mateo tapando las
palabras de Harry. – Esto no es un exorcismo.
“¿Y como podes estar tan seguro?,
¿Cómo explicas lo del grupo?”
No podía.
“Te digo que esto es un experimento,
quieren arrancarnos como si fuésemos garrapatas, parásitos de mierda. Hijo de
puta que son”
“Quizá sea cierto”, intervino
Esteban.
Mateo aguzó el oído, cuando hablaba
Esteban era como escuchar al cacique de la tribu.
“No podemos confiar en nadie”, dijo
Harry.
Iba
caminando por el pasillo rumbo a la habitación común, lugar donde los
ronquidos, pedos y pesadillas en voz alta se mezclaban como calamares y pulpos
luchando y soltando sus tintas. La siesta acechaba detrás de los parpados, las
pastillas comenzaban a hacer efecto tranquilizador y los pasos pesaban cada vez
más.
“Tenemos que hacer algo, y pronto”,
dijo Esteban.
–¿Algo como que? – quiso saber
Mateo. El pasillo se achicaba como una masa estirada en manos arrugadas, los
fucilazos de sol penetraban los ventanales creando lagos refulgentes en medio
de las baldosas negras y frías. No había cisnes, ni patos, ni totoras que
decorasen con verdes. Eran simples lagos resplandecientes flotando en medio del
pasillo, olor a pino envolvente, rajaduras de humedad en las paredes como ramas
resquebrajadas que deseaban rozarlo.
“…Pronto…”
No hizo pie en uno de los charcos, y
cayó, tambaleante y casi sin sentidos. Solo oía sus voces cantar, el mareo
transformarse en olas rompiendo en algún arrecife mientras un arco iris
estallaba en franjas multicolores.
Luego el silencio, esa mudez que
aturde con el constante pitido de la nada.
“Despertate”, dijo Carolina
suavemente.
El arco iris. Mateo intentará abrir abrir la ventana?
ResponderEliminarSaludos.
El arco iris. Mateo intentará abrir abrir la ventana?
ResponderEliminarSaludos.
Quizá saltó por la ventana o quizá se ha hecho caída libre en un sueño.
ResponderEliminarSeguimos pendiente...
Un saludo Walter
Gracias Luna y MJ...
ResponderEliminarSigue el suspenso, siguen las incógnitas.
ResponderEliminarMuy bueno, Walter.