Le habían contado una historia en el patio de la
escuela. Una historia en la cual no había reparado hasta ese momento.
Estaba sentado en la hamaca, con las manos sujetando
las cadenas que lo balanceaban levemente. Frente a el estaba Manuel, y lo
rodeaban los demás chicos que oían la historia en silencio, quizá con miedo. No
como él que era católico y creía en Dios, en su poder de salvarlo de todos los
males. Amén.
Manuel contó que antes de que su abuelo pisase la
tierra para ararla, antes que el gran paraíso que se levantaba en medio del
patio de la escuela mostrase sus primeras hojas; antes incluso que existiese el
pueblo. Antes de todo eso había una pulpería, el dueño era Don Bermejo, un
hombre que vivía solo, no tenía familia. Esposa, hijos nunca lo habían rodeado,
vivía solo para su pulpería, solo para él.
Semanas después encontraron al gaucho colgado de un
espinillo, totalmente desnudo, sin testículos y con el cuello abierto de lado a
lado.
Una noche, cuando solo quedaban dos gauchos pasados de
vino caliente, entró a la pulpería una mujer vieja. Llevaba pocas ropas, con un
cordón negro y roído que le cruzaba la frente. Abajo, como cinturón, llevaba
una faja roja y del lado derecho colgaba una especie de pequeña bolsa de cuero.
Como esas que usaban para llevar las monedas de plata.
Bermejo le dijo que estaba cerrado, que se vaya o la
iba a sacar a patadas.
La vieja se acercó a la barra y levantó la bolsa de
cuero a la altura del mentón, cosa que el hombre la pudiese ver.
Era un escroto, las bolas de Ferreira dijo la vieja.
–Ya no las tiene bien puestas, ¿no?
Y agregó después de un silencio grandioso.
–Las viejas almas sucias serán tu esclavitud, y la
niebla será tu hogar. Nunca más estarás solo, en cambio, guardaras las almas en
el humo.
Bermejo sacó su arma, la única arma de fuego en
kilómetros a la redonda. La única arma que podría haber matado al hijo de la
vieja. La doña le sonrió, no tenía ningún diente y las encías ennegrecidas le
hicieron titubear. Pero no dejó que el miedo se apoderase de él y efectuó el
disparo, más por temor a las palabras que por odio o rencor. Le dio en el
pecho, la vieja cayó de espaldas vomitando sus entrañas, un líquido viscoso y
verde le saltó por la boca. Echó a los parroquianos y arrastró a la vieja hasta
el arroyo seco para arrojarla al mismo lecho que su hijo.
Al hacerlo, una bruma espesa se elevó a su alrededor.
Quiso gritar, pero le fue imposible, los brazos de humo se le metieron en la
nariz y boca como tentáculos.
Solo pudo murmurar.
–Junto a nosotros, en la niebla.
Julián se rió de la historia y le dijo a Manuel que
esos cuentos eran para asustar a los gurises que no querían dormir o comer. El
chico del relato dijo, “nuestro pueblo ha pecado, me lo dijo papá. Me contó lo
de los aborígenes”.
El también sabía lo de los nativos, conocía que las
tierras eran de ellos. Es más, la casa en la que él vivía con sus padres fue
una vez el centro de la colectividad.
Muertos muchos, erradicados otros.
No se había percatado que la historia de Manuel podía
ser cierta, más que eso; estaba sucediendo.
¿Sabía su padre de la historia?, seguro que sí. ¿Pero
porqué no había dicho nada, porqué no contempló la posibilidad de que estuviese
sucediendo la maldición de la vieja indígena?
–Papá –chistó su hijo. –¿Conoces la historia de
Bermejo?
Su padre se quedó de pie, mirando a la ventana tapiada
de maderas sorbiendo el aire viciado de encierro e invadido de olores.
Volteó lentamente y lo miró con seriedad en los ojos.
–Sí –dijo simplemente.
–Entonces..., es cierto.
–Sí –repitió.
–¿De qué están hablando? –quiso saber Mónica meciendo
a la bebe que había comenzado a llorar, quizá por sentir el miedo sudar al
derredor.
–La historia de Bermejo, Má.
Mónica miró a su marido, se había asustado mucho más.
Sus ojos se habían agrandado y las cejas le temblaban como en un gradual tic
nervioso, como una bola de engrudo llena de levadura expuesta al sol.
–¿Bermejo? –repitió con voz quebradiza, meció a la
bebe con fuerza debiendo usar las dos manos para que no caiga.
–¿Vos también conoces la historia? –preguntó el niño
que se había parado entre ambos con las manos a la cintura y el entrecejo
fruncido.
–Son solo historias –dijo Mónica.
–No le mientas al gurí, ya es grandecito.
–Pero Pá –dijo su esposa, quedando con la boca
abierta. Su marido tenía razón, además, seguir escondiéndolo, no era la
solución. Y no sabía si existía solución alguna. Bueno, solución había, pero no
quería ni pensarla.
Tembló.
–Moni, es ahora o mañana, si llegamos.
Afuera, la noche caía con la fuerza de miles de
barriles de petróleo, fósiles que se desparramaban por la quinta, inundando
cada recoveco, tocando a cada animal, cada piedra, cada gota de rocío,
transformando todo en puntos oscuros.
Sopló una ráfaga de viento, como un susurro de hielo.
–¿Qué es ese olor?– preguntó el niño. –¿Qué se está
quemando?
–Nada se quema, es solo humo –dijo su padre. –No es
más que humo –mintió.
Bueno bueno... está muy interesante.
ResponderEliminarLe vas añadiendo misterio, nuevos datos y nuevas intrigas.
Esperaré la siguiente entrega.
Abrazos
Gracias Verónica
EliminarMañana publico la cuarta parte :)
Abrazos.-
Uhhh... Más dudas que certezas. Suspenso, misterio, y todo en excelentes dosis.
ResponderEliminarCon ansias de saber más sobre las viejas historias y cómo se vinculan con lo que sucede alrededor de la casa.
Esa frase "...solución había, pero no quería ni pensarla.", monumental: suspenso al por mayor.
Te felicito, Walter.
¡Saludos!
Gracias Juanito como siempre, un placer tener tu visita y comentarios.
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