El espacio se había
reducido, estaban los cuatro en el living, sentados con las piernas cruzadas,
mientras la bebe dormía después de haber llorado durante unas horas, rendida.
Al principio creyeron que los cuerpos sin vida
andarían simplemente alrededor de la casa, que no entrarían. Pero al oír como
estallaba el vidrio de la ventana de la cocina, Rogelio había saltado como si
del culo le saliese un resorte, al igual que los payasos que saltan de las
cajas chistosas. Se encontró con el Luis, su compadre, su amigo de toda la
vida, el padrino de su hijo. Estaba con la mitad del cuerpo colgando dentro de la
cocina, las tablas que había clavado yacían debajo del mentón, un hilo verde de
baba caía sobre las tablas deslizándose por la rugosa piel del árbol muerto
para caer sobre los platos que habían quedado amontonados dentro del piletón.
Lo miraba con sus ojos blancos, creyó que sonreía, ¿o era una mueca de la
putrefacción del cuerpo que estiraba la piel mientras se secaba?.
No, le sonreía.
Querían entrar, dejaban de ser solamente sonámbulos
pasivos a ser muertos con sed de muerte. Muertos muertos que andaban como
vivos, cuerpos que habían estado vivos antes, algunos, tal vez, muertos en
vida. Pero en ningún caso, muertos como esos que intentaban entrar por la
ventana de la cocina.
Dejó caer la escoba y resignado, cerró la puerta de la
cocina, la trabó con una silla resoplando con la vista al suelo y los hombros
caídos.
–Están en la cocina –anunció devastado.
Mónica se llevó una mano a la boca, lo hizo con tal
brusquedad y sin darse cuenta que a punto estuvo de despertar a la bebe.
Otro vidrió explotó, esta vez en la habitación de
arriba.
¿Cómo mierda habían hecho para llegar hasta allá
arriba?, ni siquiera espero encontrar la respuesta, ni buscarla. Solo atinó a
tomar un sorbo grande de aire y correr escaleras arriba. Abrió la puerta de un
golpe, nada de andarse con cuidado, el tiempo corría en reversa aunque los pies
pisen hacia delante. Vio la cabeza de uno de los muertos medio metida dentro de
su habitación, había roto el vidrio con la frente, ya que de ella corría un
flujo verdoso. Le costó reconocer a Rhorer, el guarda de la estación de tren de
Colonia Alemana, una estación fantasma casi, como si el guarda fuese
practicando un papel en la obra de teatro de la escuela 63. Sus ojos blancos espiaban
la oscuridad de la habitación, brillaban hoscamente, impuro.
Sin pensarlo, llevado por el impulso de la urgencia,
corrió hasta él y le dio una patada debajo del mentón. Sonó como cuando
presionas con los dedos la cáscara del maní, la mandíbula se ladeó dejando ver
los dientes amarillentos que se levantaban por sobre el labio inferior del lado
izquierdo. El ser no emitió sonido alguno, no se quejó, no gritó, no lloró.
Simplemente, trató de volver a entrar, como si nada hubiese pasado. Volvió a
patearlo, esta vez de costado, como un arquero que intenta sacar lejos,
inclinando un poco el cuerpo para tomar impulso. Lo agarró de lleno, con el
empeine. Sintió sus huesos del pie chocar con el parietal izquierdo de la
cabeza muerta. Le quebró el cuello, se le inclinó, como una rama que quiebra el
viento y queda colgada de la corteza.
El cuerpo del ser se desplomó, oyó como la mandíbula
volvía a recibir un golpe, esta vez con el marco inferior de la ventana, otros
golpes sordos vinieron desde fuera. No hubo tiempo ni de festejar internamente
esa pequeña victoria, un nuevo ser aparecía por la ventana. Se asomó, con
cuidado de que las manos que flameaban lo llegasen a tomar. Vio a muchos más
fuera de la ventana, subidos unos a otros, como una pila en San Juan y San
Pedro, como espantapájaros que espantaban mucho más.
Como lo que eran.
Salió de la habitación, y le gritó a su hijo.
–Juli, traeme una silla.
Trabó la puerta desde el picaportes con el respaldo de
la silla y se retiró, desarmó la mesa y la clavó a la puerta. Esperaba que
aguantase.
No solo eso esperaba.
Volvió a pensar si había otro lugar que debía tapiar
antes de bajar, pero creyó que no.
Bajó.
Se sentó.
Pensó.
Lloró internamente.
Tembló.
Se sacudió.
Se paró.
Caminó.
Oyó fuera, los pasos incesantes, las voces ásperas.
El viento suave y negro de la noche, el rumor de los
muertos.
Volvió a sentarse con su esposa e hijos, en una ronda
de impaciencia y miedo, de ojos nerviosos y venas llenas de sangre apurada, de
sudor frío y bellos paralizados.
–¿Quieren entrar, no? –preguntó su esposa.
Rogelio asintió.
–¿Y que hacemos?
Rogelio no dijo nada.
–¿Esperamos que entren nomás?
–Dejame pensar un segundo.
–Solo quiero saber que vamos a hacer, como vamos a
hacer para salir de esto.
–Dejame un segundo, tengo que pensar.
–A la cocina no podemos entrar, la leche de la nena
está ahí, el agua, la comida. Mucho más no vamos a aguantar. ¿Se irán cuando
salga el sol?
–¡¡¡No se, tengo que pensar!!! –gritó, la voz aguda y
alterada de su esposa le crispaba los nervios.
Se llevó las manos a la cabeza, más precisamente a las
orejas, apretaba con fuerza tratando de acallar las voces y lograr solo el
silbido constante producto de la fuerza que imprimía.
Habían dejado de vagabundear simplemente, habían
dejado de balbucear, ahora intentaban entrar, el hombre extraño apareció detrás
de todo, manejándolos. El hombre era la clave, para él, el hombre era Bermejo.
¿Pero, como era posible?, ¿qué mierda quería con
ellos?, se preguntaba tratando de esquivar la respuesta, porque, la sabía.
Querían a la bebé, por eso no habían entrado como
perros hambrientos para atacar la manada. Estaban desgastándolos lentamente y
cuando fuese el momento, le exigirían que entregue a la bebé. Lo sabía, la
leyenda de Bermejo así lo decía.
No pudo evitar el temblor frío que le cruzó la
espalda, un frío que le hizo chocar los dientes.
–Nunca les voy a dar la nena –dijo su esposa como si
le hubiese leído el pensamiento. –Nunca, antes que eso la... antes. –Lloró sin
poder terminar la frase, contemplar solo la idea devastaría hasta el mismísimo
hijo del diablo.
Durante años ambos habían oído la leyenda de Bermejo,
con cambios en la historia, como un teléfono descompuesto, con el paso del
tiempo le agregaban pedazos y le sacaban otros ó cambiaban de lugar. Pero la
base era la misma, la historia en sí, era la misma.
Bermejo matando a los aborígenes, los aborígenes
matando a Ferreira, la vieja visitando a Bermejo y Bermejo transformado en un
cuidador de las almas en pena, almas pecadoras.
“Todos somos almas pecadoras”, se dijo Rogelio.
No quería pensar en la solución (tampoco estaba seguro
de que la fuese, podrían cumplir ellos y que EL no cumpla, después de todo, no
existía en realidad), pero ese pensamiento sucio y anárquico, no lo escuchaba.
Trataba de no pensarlo, de no darle el aire para crecer dentro suyo como las
flamas de una hoguera moribunda a la cual le abren una ventana. No quería, pero
le era imposible zafarse.
Imposible.
Decía la leyenda que una vez desaparecido Don Bermejo,
la pulpería fue saqueada y alguien la prendió fuego. Dicen quienes estuvieron
ahí que cuando se consumía bajo las llamas (o quizá solo lo inventaron) en
cierto momento el humo fue cambiando de color, de un blanco puro a un verde
oscuro que rodeó la construcción hasta que no fue más que una pila ardiente de
escombros. Dicen, que en ese lugar, después de varios años, se asentó una
familia de extranjeros. Algunos decían que eran portugueses, otros que eran
brasileros y algunos que aseguraban que venían de algún lugar de Centroamérica;
no lograban ponerse de acuerdo en esa parte, pero sí en lo que había ocurrido
con mayor o menor suspenso.
Decían que practicaban rituales vudú y que
desaparecieron de la noche a la mañana, literalmente. Solo encontraron en el
lugar donde habían levantado su precaria vivienda, vestigios de una fogata y
los restos chamuscados de una criatura. Algunos mencionaron oír murmullos en la
noche, otros vieron personas desconocidas deambular por la zona. Pero nadie se
había animado a acercarse al lugar, después de todo, eran extranjeros, eran
brujos. Malas personas, sin mencionar que eran negros.
–Habían sacrificado a su propio hijo –le había dicho
su compadre una tardecita de domingo mientras mateaban en el patio, debajo de
la parra tupida mientras jugueteaban sus alpargatas con las uvas caídas.
Pero él nunca haría algo así, no eran brujos, ni
desalmados, ni negros ni extranjeros. Aunque según contaban, así se habían
salvado, ofreciendo la vida nueva para salvar las viejas.
Nunca lo haría, ¿o sí?.
La miró a su esposa que sostenía la bebe, tenía la
mirada perdida y su respiración había caído, como respira una vaca a la cual le
han clavado el facón en el cuello buscando el corazón.
–¿Porqué me miras así? –preguntó Mónica asustada.
–No te miro a vos –sentenció Rogelio.
Había empezado a contemplar la posibilidad, la
cobardía estaba ganando.
Y lloró, pero sin dejar de mirar a la niña.
Te estoy leyendo, Walter. Y estoy gratamente entusiasmada con el cuento. Te dejo mi comment en el final de la historia.
ResponderEliminarSaludos! Que se venga la 5/5!
Gracias Bee... mañana subo la ultima parte :)
EliminarUhhh... ¡Qué vuelco en la historia!
ResponderEliminarFantástico, con todas las características zombis (magia vudú, sacrificios) que nos remontan a Haití (¿su país de origen?).
El padre y su disyuntiva.
Genial, Walter. Se viene un final a todo trapo.
Allí voy...